martes, 8 de abril de 2008

VIVENCIAS DE UN VIEJO

“Y al final de este viaje sólo queda él, el hombre,
exhausto tal vez, pero siempre vivo;
como un pájaro sobre un alambre,
como un borracho en coro de medianoche,
buscando ser libre a su manera”.
Leonard Cohen

Al mediodía el sol arremete contra lo negro de las asfaltadas calles que colindan al antiguo arco de San Francisco de Almoloyan, cual mudo guardián del acontecer urbano de la capital colimense y sirve de pretexto para dar nombre al jardín que circunda la obra olvidada por aquellos frailes decimonónicos. En una de las oxidadas bancas se encuentra cómodamente sentada una figura de complexión fakir, guarnecida a la sombra de los árboles, en su mano derecha mantiene humeante un tabaco corriente de esos que no tienen filtro y en la izquierda sostiene empuñada una de sus bebidas favoritas que consiste en una bolsa de plástico con mezcal de la peor calidad al que con orgullo absorbe a través de un popote que rápidamente hace subir “el ansiado néctar”, que le permite suavizar su cavernosa voz.

Este singular sujeto cuyo promedio de edad oscila entre los 55 y 60 años, alguna vez se llamó Carlos L. Rocha, pero desde su llegada a Colima todos le apodaron el Capi, debido que en su juventud fue un tesonero estudiante de la Escuela Militar y logró obtener el grado de capitán segundo; título que sólo disfrutó por tres años, ya que fue descubierto consumiendo estupefacientes en el interior de la compañía militar a su mando, lo que le otorgó una ignominia total dentro del sistema. En su estancia en el ejército fue testigo de aquel sangriento 2 de octubre de 1968, en Tlatelolco, cuando al mando del General Hernández Toledo, detrás de un fusil al que infinidad de veces jaló el percutor sobre los jóvenes acaecidos esa noche y que en un acto de contrición, según sus propias palabras, les daba la razón a los estudiantes que hartos del turbio sarcasmo en las aulas y de la difusa idea del patrimonio nacional expresaban en sus mantas: “El ejército es para defender al pueblo no para agredirlo”; sabía que era en vano justificar su causa y orar por su error, pues ni así su conciencia descansaría tranquila.

De espíritu liberado, ciudadano del mundo moderno, el Capi con placer reseñaba a quien se le acercara y le invitara un “bolis” los hitos del México que se circunscribió en las torcidas calles de su pensamiento; anécdotas expresivas, llenas de melancolía, pero también de esperanza cargada de sueños y penas con la nostalgia de su vivir en los días y noches que por el camino recorrió. En su hablar denotaba más quimeras que razones, pero siempre tenía una historia que contar; un repertorio caótico y genial, forjado en el transcurso de una vida corta pero intensa.

Su cultura parte de una base más callejera que académica, más visceral que cerebral impregnada de un pesimismo relajado; no se andaba con acrobacias intelectuales a pesar de que conoció en las crujías de Lecumberri, cuando fue celador al filósofo Eli de Gortari, del cual aprendió que la historia sobrevive, gracias a aquellos que sólo viven de recuerdos. Nihilista de hueso colorado, cuya aspiración era llegar a hacer todo lo que un día criticó, jamás se preocupó por la muerte, pues era preocuparse de algo inevitable, a lo único que le temía era llegar a esa edad, cuando la visita atiende al anfitrión; estaba encantado de la vida que llevaba, pues le había caído muy bien, ya que a cada día le sacaba experiencias; era como las moscas le gustaba estar donde la podredumbre y la corrupción social prevalecen; a cualquier hora del día se le veía caminar esbozando su peculiar sonrisa que dejaba entrever el escorbuto de sus encías, así fuese de día o de noche, puesto que casi no dormía argumentando que se tienen mejores sueños despierto que dormido; situación que lo hacía un aborigen en la selva de concreto.

De su juventud no le gustaba hablar, sencillamente porque la juventud se trata de una etapa ciega e inocente cuando todo se da sin la esperanza de recibir y se procura mantener la obscenidad al mínimo. Con ojos lastimeros veía a los padres que critican el modo de actuar de sus retoños, sin comprender que las viejas directrices con las que ellos fueron educados y tratan de imponérselas, están caducando rápidamente debido a la constante evolución de las costumbres y valores sociales. Situación que propició el que nunca se casara, porque desde su perspectiva el matrimonio es el último reducto de violencia a que puede aspirar un niño, donde la mujer es para el marido, enfermera, menú y psicóloga, y como desahogo a sus prohibiciones sexuales dentro del matrimonio, este tiene que buscarse una amante.

Del amor aprendió más gracias a sus experiencias románticas, que leyendo un libro de Carlos Cuauhtémoc Sánchez, pues según él las personas creen que se conocen mucho más con el corazón que con la cabeza, cosa que es al revés; ya que un hombre enamorado puede recordar en la mujer amada un poema que nunca se aprendió, la canción que jamás escuchó y al sitio que nunca ha visitado. A sus cincuenta y tantos ya no le importan mucho las mujeres, a estas alturas salir con una significaría ser un viejo engañado. Con enorme beneplácito recordaba cuando en sus buenos tiempos, cada fin de semana se convertía en el sultán de las huilas, esas mujeres que sustituyen el corazón por la calculadora cotizando su piel como la de un animal en peligro de extinción y a la mercadotecnia la disfrazan de casualidad.

No le agradaba mucho conseguir empleo o mantenerse en uno por tiempo prolongado, ya que el dinero hace de las personas egoístas e interesadas por conseguir un ascenso donde obtener más billetes, al fin y al cabo somos lo mismo con dinero o sin el, y en materia de empleos nadie miente cuando dice que gana una fortuna, sino que la vida es para algunos un engaño; para solventar esta situación recomendaba: “El día que logres ser sincero contigo mismo, entonces podrás engañar a los demás sin que se den cuenta de ello”.

El mundo para él era un gran apetito gobernado por el caos, en donde los políticos se transforman en sastres que de todos los asuntos quieren tomar medidas y de la nada hacen un traje, sus discursos son en síntesis una sarta de maquiavélicas mentiras y ocultan su inseguridad bajo desplantes prepotentes, pedantes y arrogantes; de ahí su poca inclinación hacia la política, ya que hubiera detestado que los lambiscones le llamarán licenciado aunque ni a quinto de primaria haya llegado; además eso de los asuntos públicos y de las tendencias liberales hace que las personas vivan ofendidas por el resto de sus días.

Se mofaba de aquellos que se preocupan por encontrar vida inteligente en otro planeta, sin antes percatarse si en el propio la hay; de forma semejante discurría de los círculos de caridad social, donde sus agremiados se interesan más por conseguir una parcela en el cielo que por ayudar al vecino de enfrente, rentan los mandamientos según sus necesidades y casi siempre confunden el compartir con la caridad a pesar de que ambos conceptos implican un sentimiento distinto.

Así se la pasaba el Capi tardes enteras filosofando tan ilógicamente del acontecer diario de su existir, hasta que llegó una cirrosis hepática que le hizo mudarse del mundo material al sobrevivir del recuerdo.

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