miércoles, 26 de agosto de 2009

El tiempo, ese compañero fiel de la vida

Me van a volver histérico las agujas del reloj.
Se burlan de mí, corren al sprint con mi torpe corazón.
La Orquesta Mondragón.

Hace unas épocas mi sobrina a la edad de seis años, y como ustedes saben esa inquieta edad del ser humano es la de los porqués, con cierto aire de inocencia cuestionaba sobre la invención del tiempo; la madre y el padre al verse imposibilitados ante el asedio de que cada respuesta generaba a su vez una nueva pregunta, decidieron hacerme partícipe de tan ilustre y didáctica actividad considerando que debido a mi perfil docente tengo el deber de disipar las dudas, ¡óigame, ese jodido estereotipo la verdad nos amoló! Uno muchas veces tiene el deber, más no la capacidad.

En el afán de no defraudar a la nueva generación familiar, hurgué en lo más recóndito de mi cerebro ideas sencillas y que precisaran a la vez el tema, intentando diseñar una especie de epítome. Mi breviario lo inicié explicando como lo hubiera hecho la narradora de cuentos infantiles Milissa Sierra; por cierto hace unas semanas regalé a mis sobrinitos de 4 y 8 años una colección de discos compactos con los cuentos y fábulas de esta excelente narradora, y ni siquiera se inmutaron, después de escuchar el primero de ellos el mayor con cara de fuchi exclamó “¡qué aburrido, tío, mejor vamos a jugar con el Wii!”.

Regresando al tema del delicado asunto de hacer entender a una menor el concepto del tiempo, inicié diciéndole: Érase una ciudad rutinaria donde todos sus habitantes vivían en armonía y santa paz, el horizonte cada día pintaba de azul celeste el cielo, las aves volaban y cantaban en los jardines; precisamente en esa ciudad tranquila había un hombre que se aburría y desesperaba porque su vida era tan monótona gracias a depender para casi todas sus actividades del reloj; sintiose enfermo y fue a consulta médica.

El galeno una vez hecho la revisión de rutina le prohibió estrictamente el uso del reloj de pulsera y todos los que tuviera en casa, pues a causa de la presión que él mismo ejercía en relación con el tiempo había dañado su corazón ocasionándole una arritmia; al llegar a su hogar hizo algo fantástico, tomó un pesado marro, colocó sobre una mesa de acero su despertador y lo hizo añicos, después cogió el de pared e hizo lo mismo, así sucesivamente con todos los que tenía, cada vez que destruía los aparatos sentía que su corazón se iba descongestionando y respiraba con mayor facilidad, en otras palabras lo inundaba un profunda satisfacción que lo tranquilizaba.

Mientras disfrutaba de la actividad su memoria recordaba cuando a la edad de cuatro años su papá como regalo de cumpleaños le obsequió un relojito con la imagen de Mickey Mouse, en donde las manecillas eran sus brazos y al girar emulaban cierto movimiento aeróbico, que resultaba gracioso.

Su padre le explicó el funcionamiento de este extraño artefacto y a partir de ese momento todo lo medía en relación a él, la hora en que iniciaba el programa favorito del televisor, cuando consumían sus respectivos alimentos, el inicio, duración y conclusión del recreo; lo más triste fue darse cuenta que no todos cumplían con el horario que cronometraba el suyo, es decir, que cada quien tenía pequeñas, medianas y grandes diferencias. Por ejemplo muchas veces sus minuteros indicaban la hora de término de la jornada escolar y la dirección sonaba el timbre mucho después, las funciones del circo, cine y cualquier espectáculo iniciaban con varios minutos de atraso, lo cual generaba cierta ansiedad, que con el transcurrir de los días se iba convirtiendo en nerviosismo.

En la adolescencia fue cuando inició su martirio, pues el despertador le daba verdaderos dolores de cabeza, sonando cuando el sueño era tan placentero, le causaba también miles de discusiones con sus novias, pues a veces éstas por estarse maquillando, peinando o cambiando de ropa, no llegaban puntuales a las citas, lo cual le obligaba a cambiarlas por otras cual vil objeto; se desesperaba porque el calendario no avanzaba más aprisa para llegar a la mayoría de edad y poder ser considerado un adulto, otras veces transcurrían tan rápido los días que le alcanzaban las fechas en que tenía que entregar los trabajos escolares, resultando angustioso y estresante.

Siendo ya adulto al estar ejerciendo su profesión no podía escaparse de la influencia que el horario de la vida ejercía sobre su persona, puntualidad en las reuniones laborales, la hora de ingreso, salida y las que nunca su jefe consideraba, las horas extras; en sí, para él, cada hora, minuto y segundo significaba intentos, fracasos y éxitos.

Se le hacían escurridizo los días que convivía con su familia cada fin de semana, lo poco que duraban las vacaciones, lo ingrato de ir envejeciendo cada año, pues la edad con el transcurrir de los días cada vez desgastaban su cuerpo; igual descubrió como las pasiones y sentimientos con el acontecer diario pueden transformarse del amor al odio o viceversa.

Cuando acabó de destruir todos sus relojes deslindándose de su tiranía se cercioró que en el momento de desempeñar tan relajante ejercicio, muchos habían nacido, otro montón disfrutaban de sus ceremonias nupciales y miles pasaban a mejor vida, y él ni en cuenta, era como si en ese lapso hubiese dejado de existir para el mundo, gracias a su particular método de ignorarlo.

La niña haciendo una mueca de angustia exclamó, ¡todo eso causa el tiempo! Tratando de tranquilizarla parafraseé a Serrat argumentando, por eso hay que vivir todos los días como si fueran domingos y gozarlos con los que te quieren como si fuera el último.

Hoy ella ya no es tan niña, tiene 16 años, vive a tope las horas de cada fecha en su calendario, algunas veces sujeta a las reglas que las agujas del reloj le imponen, otras le vale un comino; mientras su tío observa preocupado como los años de vida se le escurren cual agua entre los dedos y le pesan las horas que pasa dormido sin hacer nada de provecho.

miércoles, 19 de agosto de 2009

Injusticia de la vida

“Amor yo no quiero llegar a viejo, ven y estírame el pellejo.”
Dominio popular

Muchas veces es tanta la preocupación por que la edad no se note que recurrimos a diversos métodos como las cremas antiarrugas, tintes para el cabello, inyecciones de botox y hasta las más peligrosas cirugías estéticas; todo esto con tal de reafirmar esa jodida inseguridad que la necesidad de aceptación social nos impone. Una cosa es segura, podemos engañar las apariencias más el estuche con el transcurrir de los años se va desgastando, nos vamos volviendo achacosos; es un hecho que las actividades cada vez las desempeñamos con mayor lentitud, los reflejos disminuyen y somos cada mes más torpes que en el pasado, llegando el día en que desesperamos a quienes nos rodean.

Todo ese asunto radica en el empeño por aparentar los años que no se tienen, es obvio que nos sintamos orgullosos cuando alguien nos elogia por que lucimos más joven de nuestra edad real, pero al intentar realizar cierta actividad que invierte algún esfuerzo físico nuestro cuerpo nos restriega el elogio denotando algunas veces incapacidad, dificultad, pesadez e impotencia; pero a sabiendas de que somos observados ese mismo orgullo hace que realicemos un esfuerzo a pesar de que en la noche antes de acostarnos tengamos que embalsamar los músculos y tendones lastimados con ungüentos y consumir analgésicos para poder dormir tranquilos o soportar los próximos días.

Un claro ejemplo de que el pasar de los años deja mella es la calvicie, de forma patética consumimos infinidad de vitaminas, lociones, enjuagues y shampoo que la mercadotecnia nos exhibe como benéficos para conservar cada uno de nuestros folículos pilosos en su lugar; conforme se nos empiezan a notar las entradas, bueno algunos ya tenemos salidas, exigimos al peluquero cortes que las disimulen, drásticamente cambiamos de peinado según el lado que empiece a despejarse, embarramos cada cabello de tal forma que nuestra cabeza se asemeja a un madeja de estambre. Seamos sinceros y reconozcamos que la única fórmula que detiene la caída del pelo es el suelo.

Los que padecemos ciertas enfermedades crónicas degenerativas como consecuencia de seguir al pie de la letra el slogan incluido en la comida chatarra que degustábamos por allá en las décadas de los setentas y ochentas, que recomendaba consumir a diario leche, carne y huevos; el médico para mantenernos saludables nos restringe ciertos “alimentos” que a la larga afectan el organismo, pero, ¿cómo vas a dejar de disfrutar las delicias del aceitoso chicharrón, el suculento pozole o evitar saborear esas tostadas de pata y cuero fritas en manteca? Para ello a diario digerimos infinidad de pastillas que gustosamente cada mes nos receta el galeno, entonces, ¿para qué acudir a la cita médica?

Con el transcurrir de lustros y que posteriormente se convierten en décadas el género masculino sufre una metamorfosis en sus gustos por el sexo opuesto, en la adolescencia experimentaba diversos sueños húmedos con señoras maduritas, al llegar al climaterio para reafirmar su vigencia en el plano sexual -y por ende el atractivo-, busca tener relaciones ahora con féminas de menor edad, es decir, entre más joven sea ésta su hombría será más sólida.

En este tesonero afán por conservar vigente la virilidad recurre al desmesurado consumo de pastillas azules, que algunas veces el único músculo que paran es el corazón, también a métodos para abatir la disfunción eréctil recomendados por exfutbolistas brasileros, y que por cierto causan molestias estomacales. Pasada la vorágine del consumismo y dándose cuenta que los años no pasan de largo, que se van acumulando en el cuerpo, queda un vacío interior, el anciano se siente frustrado por su realidad y auto engañado por los impulsos de su propio ego.

Es en este lapso cuando uno debe decidir si es el momento de aprovechar la experiencia y dar las zancadas más rápidas para llegar a la meta jubilosos llenos de entusiasmo por el tiempo que ya se vivió aceptando sus límites o pensar que seguimos siendo viejos con cuerpos de jóvenes, para lo cual no hay que olvidar que aunque el anciano se tiñe las greñas a la moda, ruco se queda.

miércoles, 12 de agosto de 2009

Divas de oficina

“Nunca falta alguien así”, solía decir una tía para referirse a las actitudes que ciertos individuos ponen de manifiesto ante el desarrollo de sus funciones o actividades; lo anterior es citado a raíz de que hace unos días fui a resolver ciertos pendientes administrativos en un conocido complejo; además me parece absurdo que en un sitio donde se jactan de la eficiencia en sus servicios tengan sillas para que los clientes esperen su turno.

Al llegar, la recepcionista con una amplia sonrisa en sus carminados labios y con voz de telefonista de hotel de cinco estrellas preguntó cuál era la intención de la “visita” a ese concurrido lugar; una vez explicadas las razones de mi estancia ahí, amablemente con su bien cuidada mano derecha señaló el departamento al que debía acudir, así como el nombre del servidor público que atendería el caso.

En esa oficina una secretaria de imagen pulcra antes de asegurarme si el licenciado “perenganito” se encontraba, hizo una serie de preguntas tipo careo judicial; con la información obtenida, se puso de pie y me dijo con voz de recluta desvelado, “por favor, espere un momento, voy a comunicarle al responsable su situación”. Transcurridos cinco minutos se abre la puerta del privado donde el servidor público atiende a las personas, entre sonrisas, guiños y uno que otro chascarrillo sale la secretaria para decirme que en veinte minutos me recibirán.

Mientras las manecillas del reloj de pared indicaban que los veinte minutos habían llegado a su fin, mi ánimo empezaba a inquietarse, por un lado ya me había enfadado el clásico sonidito del Messenger cada nueve segundos que emitía la computadora, al igual que las pinches llamadas telefónicas de la secretaria a sus conocidos para intercambiar mitotes y lo peor es que al parecer entre más jocosos eran me miraba de reojo como si yo fuera participe de ellas y querría dar mi punto de vista en relación a esos temas.

A los cuarenta minutos hace su arribo el personal de intendencia con escoba, trapeador y cubeta en manos dispuesto a realizar sus labores, mientras barre bromea con ella, como si fuera otro objeto más me pide levantar los pies para limpiar el sitio que ocupo, igual lo hace cuando trapea, y casi adivino que me refresca la memoria de mi santa madre cuando los bajo después haber pasado el trapeador, ¿acaso quiere que sea un contorsionista o practique yoga?

Diez minutos más, llega un vendedor ambulante y nos ofrece fruta picada, ella compra una ración que le agrega mucho limón aderezado con chile en polvo, de pronto arriba al lugar un sujeto impecablemente vestido, al parecer es muy importante pues la mecanógrafa hace reverencias casi de hinojos, coge el teléfono para contactarse con su jefe, el sujeto inmediatamente ingresa al privado, mientra sigo aquí como dice la canción, arrepentido de no haber adquirido algo de la fruta, pues el hambre empieza a surtir sus primeros estragos sobre mi estómago.

Quince minutos después el individuo sale del privado con el supuesto servidor público, el cual le tiene puesto su brazo derecho sobre la espalda de éste, por fin lo conozco, ni me voltea a ver haciéndome sentir como Sam Wheat, el personaje de la película “Ghost”; a su regreso se dirige con la oficinista para preguntarle que pendientes tiene, mientras ella me señala le expone mi caso, sin mirarme dice “dile qué espere un momento”, pasa a su privado y cierra la puerta a sus espaldas. A los tres minutos suena el interfono, una vez colgado el auricular la mujer con una sonrisita indica la puerta y me pide que ingrese con su jefe.

En el interior el tipo se encuentra sentado en su cómodo sillón ejecutivo frente a él una enorme pantalla plana de computadora, sin despegar la vista de ésta pregunta, ¿Qué se le ofrece? Aspiro de forma profunda rogando a la paciencia fuerza de resistencia, empiezo con la letanía de mis asuntos, mientras el tipo escribe sobre el teclado, de nueva cuenta escucho el sonidito del Messenger, lo cual me hace dudar entre si se encuentra tomando nota de lo que le voy diciendo o está enfrascado en una charla virtual. De pronto suena su celular, al cerciorarse de quién es la llamada sin pedir disculpas se pone de pie y da la media vuelta para contestarlo, empieza a alzar la voz como especie de reprimenda; después de cinco minutos se sienta y por la frente a pesar de lo frío del clima artificial escurre una ligera gota de sudor, noto entre las mangas de su saco sastre lamparones de humedad producto de su transpiración ocasionada por la elevada presión arterial que se generó.

Exasperado abre un cajón de su escritorio y extrae ciertos papeles, los coloca sobre el cristal que protege el mueble, me dice que para darle solución a lo mío necesito cubrir todos los requisitos que ahí se indican, por lo tanto debo llenarlos y regresar con ellos más tarde. Con franqueza creo que eso fue lo peor, más de cortesía que por ánimo agradezco “sus atenciones” y salgo del asfixiante sitio. Para colmo de males al abandonar el lugar la secretaria exclama, “¡Qué tenga un excelente día!”, haciendo un esfuerzo por aflojar las mandíbulas balbuceo “Igualmente, gracias”.

Me preguntó, ¿qué culpa tiene uno de toparse con burócratas tan ineptos? Sólo porque gracias al azar del destino estos tipos ocupan puestos que les concedió el nepotismo o compadrazgo. Quienes pagamos las consecuencias somos los que menos la debemos, líbranos Dios de personas así. Dicen que una computadora quita del empleo aproximadamente a diez personas, si son sujetos que valen la pena en su trabajo, ¡que pena! Pero si se trata de diez próceres sindicalizados. ¡En hora buena!