miércoles, 25 de marzo de 2015

Al profe con desprecio

Estoy seguro que en más de una ocasión hemos hecho la mimesis de transmitir conocimientos, pues la enseñanza es una actividad que todo mundo quiere practicar. Algunos sin estar dentro de un aula han inculcado a quienes consideran neófitos en los menesteres de la vida las reglas de cortesía, los valores, el respeto, el cuidado de las costumbres y ciertos hábitos saludables, incluso hasta algún oficio a pesar de no tener vocación.

La escuela siempre ha sido un espacio donde los adultos confían la formación académica de sus vástagos a un grupo de perfectos desconocidos; a veces ellos los llegan a “conocer” por lo que sus hijos les comentan acerca de la actitud que asumen éstos durante el desarrollo de las clases. Mediante esa descripción, los padres de familia forman un concepto del profesional que atiende a sus retoños, a veces positivamente otras negativamente, es decir, los odian o aprecian aun sin conocerlos.

Es en las aulas donde ese grupo de individuos que cada ciclo escolar como guion histriónico actúan frente a un grupo los mismos contenidos programáticos, pues conscientes están de que sus discípulos se encuentran inertes, como si estuvieran pegados a los pupitres, guiados como autómatas, no por ellos sino por el índice de algún libro de texto que ancla sus contenidos en el pizarrón, que al combinarse con la verborrea redituará en una boleta de calificaciones enajenante, tanto para los alumnos como para sus propios progenitores, siendo éstos últimos quienes a partir de esos resultados evaluarán si el desempeño del docente fue correcto, sumado al concepto que los jóvenes les crearon del profesor, dando como resultado un cóctel fatal y otras no tanto para la reputación de quien ha hecho de la enseñanza su oficio.

El ambiente de aprendizaje, además de combinar información con instrumentos que lo faciliten, también conjuga otros factores que coinciden por el simple hecho de ser un proceso de comunicación, como lo son el sarcasmo que lleva consigo la intención de amedrentar los ímpetus de la juventud, las marcadas diferencias de clases sociales con su divisionismo y lo que ahora les ha dado por llamar a los expertos como “bullying” escolar, que es la intimidación o acoso que se suscita entre quienes forman parte de una escuela.

El “bullying” en las escuelas se manifiesta de forma verbal, física y hasta psicológica, algunas veces se evidencia en la relación alumno-alumno, otras en la de profesor-alumno. Cabe aclarar que se ha dejado de lado o pasado desapercibido por autoridades cuando el maltrato es de los estudiantes hacia el profesor. Al igual que las otras formas de manifestarse, la violencia dominante es el aspecto emocional. Los rasgos más comunes suelen ser cuando el docente decide dejar tarea recibiendo abucheos como respuesta o la típica frase de “ya es hora profe”, donde abruptamente invitan al catedrático a desalojar el aula. ¡Y qué decir de todos esos apodos generados a partir de ciertas características personales del educador!

Otro lamentable hecho y que fomenta aún más ese tipo de “bullying” son las páginas de Facebook que los jóvenes crean con tal de deshonrar a través de la mofa, en relación a fotos tomadas sin o peor aún con el consentimiento -que este hecho la verdad me embarga de pena y rabia, pues en ella el inocente profesor hasta posó muy amablemente con los educandos ignorando sus negras intenciones- de los profesores. En esos sitios es común el pitorrearse de las muletillas y cacofonías del mentor, haciendo comentarios llenos de improperios, poniéndolo en jocosas situaciones sobre su profesional actuar en las clases.

El daño está hecho, las páginas siguen en la nube de internet para que generaciones futuras den continuidad a la guasa. Lo más patético es que el aludido ignora la existencia de ellas y lo más nefasto es que a veces algunas autoridades educativas las han visto y en lugar de hacer algo al respecto, les dan “me gusta” y suelen pasarlas a sus contactos con el disfraz de asombro, fomentando la falta de respeto. Lector: si te has topado con la que hicieron en mi honor, no continúes haciéndome tan deshonorable publicidad. Yo soy Marcial y tú no.

miércoles, 18 de marzo de 2015

Lado B

Nuestra ciudad tiene calles asfaltadas que hierven con la temperatura del medio día, inundadas de coches que trajinan con rumbos diversos, algunos con la música de sus reproductores a tope, como reclamando la atención de los demás, mientras gente invisible camina sobre las banquetas acaloradas por el oxidado clima entre vendedores ambulantes, quienes dejan escapar berridos que buscan captar la atención de algunos zombis que deambulan con la mirada fija en las pequeña pantallas de sus celulares. Es una pena que saber escuchar en nuestros días equivalga a dejar el celular a un lado y poner atención al que te habla. ¡Órale, eso sí es una muestra de respeto, ca´on!

En la actualidad, la gente se entretiene de igual forma en fiestas, cumpleaños, bautizos, sepelios, manifestaciones, huelgas... en fin, todo tipo de eventos donde el pretexto sea pasársela a gusto. Pues todo ello quedará documentado en sus teléfonos móviles. ¡Hay que dejar patente en alguna red social que existimos! Es tanta la demanda de internet, que ahora las nuevas generaciones saben que los recién nacidos se descargan de algún sitio web y ya es argumento antediluviano afirmar que los bebés vienen de París o que los trae esa plumífera ave llamada cigüeña -es más, no es verdad que el cigüeñal sea el lugar donde ella hace su nido y sino me crees, pos consúltalo en Wikipedia-.

Conforme avanzamos tecnológicamente, la amistad se hace más fraternal. Sólo basta crear un perfil en alguna red social y de inmediato tendrás amigos desconocidos. Así de sencillo es el nuevo proceso de socialización. Creo que no es el internet quien reafirma los lazos de amistad, más bien es la ilusión de pensar que quien está al otro lado del monitor es el amigo ideal. Imagino que es por ello que ahora se cuidan mucho, pues evitan contagios al no tocarse y las muestras de amor consisten en mandarse guiños que a más de alguno, seguro, provocará un orgasmo. Y qué decir de la acumulación de “Me gusta” que hacen sentir millonario al más miserable de los seres vivos, así de positivo es el lado B de la vida, tan positiva que la palabra acosadores ha sido modificada por un término más bonito como el de seguidores.

Las relaciones de noviazgo o los matrimonios se formalizan o se desintegran, ya no por el Registro Civil ni a través de una celebración religiosa, la fuente fidedigna es el Facebook. Ahí nos damos cuenta de la disponibilidad sentimental del prójimo. Y como siempre, la mano del ser humano con su toque de Rey Midas a la inversa, en lugar de sacarle alguna utilidad positiva a lo que hizo, convierte las redes sociales en escaparates donde fomentar aún más los prejuicios a través de personas que buscan generar pánico, infundir miedos o incrementar más adeptos a sus filas, almacenando cerebros débiles para su banco de masas encefálicas, etiquetándote imágenes de vírgenes de seda, santos de alcoba o vendiéndote más porquerías que no necesitas, hecho lamentable que bien merece una McDescalificación con papas y refrescos, o sea, cada vez más está de la burguer.

Ya entrando en el argot del ciberespacio, al hecho de mofarse por la ingenuidad de alguien se denomina trollear, en pocas palabras cuando te vieron la cara de inocente por el pánico infundado gracias al chupacabras o que Rigo Tovar -sí, ese que cantaba con su Costa Azul la del “Sirenito”- continúa gozando las mieles de sus millones en Suiza, lejos de sus mujeres, definitivamente te trollearon. Esa palabra fue acuñada en la más moderna edición del diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, discutiendo sus académicos únicamente si es correcto escribirla con doble L. Sólo espero que no se dejen llevar por la vorágine de la mothernización y terminen aceptando palabras como: “ola k ase”.

Mientras sigamos utilizando ese pijama de una sola pieza que la gente madura la considera inadecuada, es decir, continuemos de mamelucos en las redes sociales o cualquier artilugio tecnológico, la chamacada seguirá enganchándose a ellos sin fines académicos, sintiéndose una lumbrera que encandila a sus progenitores, quienes los llegan a considerar unos sabios por el simple hecho de manejar esos gadgets, razón por la cual para las actuales generaciones no existe motivo de respetar a los rucos que ya no evolucionan, entonces lo único que les queda a sus madres es estar cada vez más atadas a ellos como sirvientas. Ante tal situación, con tal de evitar la depre, prefiero jugar, uno por burro, dos, patada y coz, tres, el burro al revés, cuatro... ya ni le sigo.

miércoles, 11 de marzo de 2015

Pedagogo de profesión

Ciertos alumnos preguntan en qué licenciatura estoy formado y orgulloso respondo que en la de Pedagogía, lo cual remite a mi memoria miope a la época cuando la cursaba, en un principio ubicada en el campus central y al año de haberla iniciado, como gitanos urbanos, nos mudamos al aún sin terminar edificio que actualmente se ubica en el campus Villa de Álvarez. Entre golpes de martillos, piropos de albañiles a mis compañeras de grupo y uno que otro guaco, recibíamos clases cinco generaciones que durante la década de los noventas nos formaba un elocuente equipo docente firmemente encausados por una dama que ocupaba el puesto de directora.

Las clases se fundamentaban en libros aprobados por la SEP o algún consejo editorial, no como ahora que un sitio web cuya información de dudosa procedencia es la panacea escolar. Profesores que con sus opiniones y las nuestras nos hacían reflexionar sobre la problemática educativa. ¡Afortunadamente aún no inventaban las aburridísimas diapositivas del PowerPoint que aletargan el intelecto! Durante las prácticas nos enfrentábamos a casos reales. Hoy ello se resume a una hojita con problemáticas planeadas por alguien y para colmo cuentan con su respectiva respuesta, la cual si no coincide con tu resultado echa al resumidero de la ignorancia la capacidad inventiva de solución, volviendo a caer en el circulo vicioso de que educar es obligar a recibir la información para después repetirla de sopetón y no acordarse nunca más de ella.

Por las madrugadas, cuando dirigía humildemente los pasos a mi entrañable facultad, continuamente encontraba a una señora, la cual siempre a esas horas del amanecer barría la banqueta y seguido cuestionaba la utilidad de mis estudios. Haciendo un esfuerzo para evitar caer en el error de esos expertos que explican algo sencillo de forma tan confusa que hacen pensar a sus interlocutores que tal confusión es debido a su propia falta de intelecto, recurría al discurso aquel que circunscribe a la Pedagogía como una ciencia donde se generan diversos conocimientos y que gracias ella, las personas se vuelven capaces de realizar acciones en pro de la educación.

Apelando a tal argumento, continuaba el caminar con la seguridad de haber definido y explicado mi futura profesión. Años más adelante, en el campo laboral, un jefe en plena reunión informativa de forma sarcástica volvería a poner en duda la práctica profesional del pedagogo, al encontrarse al mando de una oficina donde todos sus subalternos ostentaban ese título. Recuerdo que un compañero de trabajo, cuando cargábamos con enormes cajas de exámenes o hacíamos el tiraje, compaginación y engrapado de los mismos, incluso hasta su respectiva calificación -algo así como chorrocientos mil-, comentaba que tales acciones no se incluían en el perfil de egreso, pero que eran funciones adyacentes a nuestro desempeño laboral, las cuales debemos de realizar para completar el ciclo profesional en el que nos circunscribimos.

Creo que con esto último es fácil justificar la esencia del pedagogo, pues podemos desempeñarnos como peces en el agua dentro del ámbito educativo. Esto lo digo con la certeza de un individuo que cursó un Bachillerato en el área físico-matemático, que pese a ser el mejor promedio de su generación, por una hermosa casualidad del destino, al ir pasando por las afueras de una aula donde ocho aspirantes a la Licenciatura en Pedagogía llevaban una semana de cursos de inducción, fue invitado por la directora a escuchar una sesión. Desde ese momento decidió quedarse hasta concluir cuatro años y medio -¡en esas épocas, así de extenso era el plan de estudios, no es que fuera un teflón!-. Lo único que me disgustó fue que al iniciar el primer semestre, de ser nueve los convencidos en cursar la carrera, el grupo lo completaron con 41 rechazados de otras licenciaturas, quienes no cesaban de manifestar su inconformidad.

Durante la estancia en los muros de la facultad, creamos un polémico buzón de sugerencias que el director de ese periodo aplaudió. Sin tener que recurrir a primeros auxilios, resucitamos la revista Vida Pedagógica, espacio de expresión de estudiantes y profesores donde algunos hacíamos nuestros pininos en los ámbitos editoriales y redacción de artículos de opinión. Tal publicación centraba sus textos en la educación, con ningún afán político ni demagogia estudiantil. Estábamos conscientes de que lo nuestro no eran las pachangas, ni las reinas de belleza, pero cuando realizábamos un evento social lo hacíamos tipo premios Revista Eres. En pocas palabras fueron años donde la mixtura del aprendizaje con la diversión hacía de nuestra estancia un ambiente familiar.

Para mí y tal vez para alguien más, la Facultad de Pedagogía fue un segundo hogar, un espacio donde a través de la conducción de los profesores, desarrollamos las potencialidades que se evidenciarían en el campo laboral. Con este texto quiero agradecer a aquellos que fueron guía, compañía y familia durante más de cuatro años que formé parte de sus vidas. No los pienso nombrar, pues excedería el número de caracteres del artículo y también podría herir susceptibilidades al omitir a algunos, pero ustedes saben quiénes son.

miércoles, 4 de marzo de 2015

Más de cien mentiras que valen la pena

A escasos días de que nos roben una hora que nos hará modificar nuestros hábitos, un volcán que ha despertado de su letargo y valiéndole un carajo las prohibiciones de fumar continua exhalando humo sin escrúpulo alguno, mientras nosotros tenemos que fingir ingenuidad ante ello, pues como es sabido por ustedes, la verdad muchas veces recurre a las mentiras para que no pese tanto. Es más, llega incluso a ser más importante la mentira que una verdad. ¡Híjole, existen tantas falsedades que con el paso de los años se han convertido en verdades absolutas! Esto da la impresión de que la línea delgada que separa a ambas declaraciones es invisible e incluso atemporal.

Ya nos lo advirtió Esopo en su fabula de “El pastor y el lobo”, donde al mentiroso nunca se le cree a pesar de que diga la verdad. Si echamos un ojo a los libros, nos encontraremos que en la literatura un mentiroso por excelencia es Pinocho, quien ocupa moralmente un lugar ejemplar dentro de la enseñanza de las buenas costumbres, pues la moraleja de su mitómano actuar ha servido para valorar los riegos que conlleva el decir mentiras. Siendo honesto, ni nos preocupa que nos crezca la nariz, pues hemos encontrado en mentir el pretexto ideal para justificarnos.

Ignorar a un personaje ficticio como lo es la marioneta de madera del texto de Carlo Lorenzini, resulta justificable, pero faltar al octavo mandamiento de un decálogo que Dios escribió como alianza entre los humanos, es otra cosa. Sólo hay que recordar que los Diez Mandamientos son un conjunto de principios éticos y de culto, tanto en la religión judía como en la cristiana, además de que en el mundo, quienes profesan el cristianismo, son más de dos billones de individuos. Ante esto, ¿cómo es posible que la mayoría de ellos aprueben las llamadas mentiras piadosas?

La mentira ha sido y será siempre un fin para justificar nuestro actuar. Todos hemos recurrido a ellas en algún momento. Lo malo es cuando se vuelven patológicas, es decir, gente que se cree sus propios embustes. También es cierto que hay quienes les agradan escucharlas, inclusive las prefieren más que a la verdad misma. Basta evocar la letra de aquel bolero: “Si das a mi vivir la dicha de tu amor fingido, miénteme una eternidad que me hace tu maldad feliz”. Pese a que seas un mártir de la pasión, a quien le va del cocol en las relaciones de pareja, justificas tu actitud argumentando que en si la vida es una mentira.

“Lo diré de chía, pero es de horchata”: todos utilizamos las falacias como especie de auxiliar en los procesos de socialización. De entrada, nuestra mamá, cuando alguien desagradable preguntaba por ella, inmediatamente nos ilustraba en el arte de mentir al pedirnos de favor que le dijéramos a esa persona que no estaba o cuando nuestro intestino grande se estaba devorando al chico de tanta hambre y para tranquilizarnos nos decía que la comida estaría lista en dos minutos. ¡Ajá!

Me atrevo a afirmar que con tal de justificarnos ya sea por error, descuido o porque ya estamos chocheando y se nos olvida algún detalle, hemos recurrido a mentiras como “te prometo que no me voy a burlar”, “nunca recibí ese correo”, “estoy bien”, “te lo juro por mi madre”, “voy en camino para allá”, “jamás vuelvo a emborracharme”, “este año voy a cambiar”, “estoy a gusto así”, etcétera.

No hay que hacernos guajes: de que somos mentirosos y lo seguiremos siendo. Eso si es una verdad irrefutable, pues las falacias disfrazan el lobo que somos, de blanco corderito. Además, para mentir hay que tener buena memoria, eso que ni qué. ¡Entonces no salgas con tu choro de que nunca has mentido! Si en más de una ocasión le habrás dicho a tu pareja: “Mi amor, eres única”. Claro, sólo que te faltó agregar “como todas las demás”. Después de esa y más de cien mentiras que según nosotros valen la pena, no nos quejemos porque tenemos un país tan desconfiado e incrédulo y más ahora que se avecinan las elecciones.