martes, 8 de abril de 2008

La Carga del Nómada

Dedicado a la religiosidad de Claudia
y al bebé que se mece en se vientre.

Corría el año 30 de la era cristiana, por el desierto de Samaria va una figura taciturna caminando despacio, ataviada de un ropaje anacrónico y pálido por el polvo acumulado a lo largo de su andar; sus pasos no titubean en volver de donde partio. Atrás quedan un cúmulo de experiencias que dejaron cicatrices y heridas, las cuales busca sanar en otro lugar.

Este hombre de complexión fuerte y sana es el primogénito y único hijo de una pareja en la que la madre tuvo que sacrificar su vida por la de él; su padre lo crío entre el trabajo y el epicúreo vivir. En su mocedad por timidez nunca se atrevió a cortejar a las muchachas de su edad, en cambio era feliz declarando su amor a prostitutas en las que siempre intento encontrar inocencia y pureza a pesar de que continuamente le defraudaban.

Cierta ocasión habiéndose acomodado en un vergel a trabajar, parecía que la suerte estaba a su favor; pues por fin una mujerzuela cansada de la vida mundana había aceptado vivir con él. Dos años después la mujer dio a luz a una criatura que le lleno de orgullo; ya que su mayor anhelo era ser padre para poder ofrecer al retoño lo que el siempre careció; pero al cumplir el crío sus primeros doce meses de vida, en la celebración la hembra embriagada le confeso que el dueño de las tierras que él trabajaba era su amante y el niño que festejaban era el vástago de esa pasión clandestina.

El hombre exasperado por la felonía de su mujer desgarró sus ropas en señal de impotencia, pues no quería cometer un uxoricidio. En silencio lleno de humillación tomó lo necesario dispuesto a abandonar la tierra de sus padres; comenzando a vagar por toda la Palestina, dedicándose a trabajar para alimentarse el día que lograba encontrar empleo. Visitaba todos los burdeles y en todos ellos siempre terminaban por echarle a patadas, pues se había convertido en un misógino que se deleitaba diciendo improperios y maltratando a las rameras.

Así anduvo desde Cesarea de Filipo hasta Cesarea Marítima; cierto día un navegante del Río Jordán le comento en medio de una tremenda borrachera que en Jerusalén un prospero granjero solicitaba jornaleros; cansado de medio vivir esta vez sus pasos llevaban un propósito, iba decidido a cambiar de aire, y olvidándose de la resaca de la noche anterior se marchó rumbo al pueblo de Israel.

Al llegar a Jerusalén se topó con una procesión alebrestada que se abría paso entre la muchedumbre; lleno de curiosidad se fue introduciendo entre la multitud hasta contemplar de cerca aquel suceso. Se trataba de la conducción al suplicio de tres malhechores, dos de ellos decían contumerias y maldiciones al pueblo; el tercero era un tipo lánguido, un victimario de las circunstancias que había roto con el esquema del Mesías guerrillero, lo que indudablemente defraudo al pueblo; ya que las únicas armas con las que contaba eran las palabras que antagonizaron con las autoridades del lugar, los cuales le adjudicaron frases y blasfemias que él jamás dijo, únicamente acepto ser el Mesías ante una mujer de Samaria, de ahí en más sus obras hablaban por sí solas; en su predicar hablaba de amor al prójimo y de una revolución sin manos, es decir, de pensar y sentir.

El vagabundo con estupor veía como los látigos de los soldados encajaban sus filosas púas en la piel del hombre que sostenía una cruz de madera y portaba sobre la cabeza una corona de espinas que al caminar se replegaba en los maderos hundiendo las puntiagudas espinas en su frente, haciéndole brotar hilillos de sangre que les escurrían por el rostro. De pronto un centurión se le acerca, y cogiéndole del brazo le dice: "¡Eh tu harapiento, ayuda a este guiñapo, pues tal parece que no va a llegar a su destino con vida!".

El vagabundo asustado por la acritud del militar, se aproxima al hombre de la cruz ayudándole a levantarse. Una vez de pie el mártir, el vagabundo coge el extremo final del madero y alza la gravosa cruz, al mismo tiempo hace una comparación entre su vida y los momentos que este individuo esta pasando; reflexionando se dice: "Pensar que llegue a considerar mi vida como una carga pesada, la de este delincuente es terrible, pues además del martirio que los soldados le propinan, estos maderos están bien pesados; pobre hombre sus delitos deben ser enormes, ya que con este calvario hasta todos los presentes alcanzamos clemencia a través de él". El hombre de la corona de espinas le miro con ternura, como un gesto de agradecimiento y continuo con su marcha entre los sollozos de las mujeres y las injurias de los soldados; eso le dio ánimos al vagabundo para no cejar en su obligado apoyo.

Una vez llegado al escabroso Monte del Gólgota, el vagabundo dio por concluida su colaboración soltando la cruz y emprendiendo la fugaz huida internándose por el monte; mientras el ambiente adquiría un cariz tétrico, atrás quedaba el sujeto clavado en la cruz con un ladrón a cada lado. En su afán de escapar no se fija por donde va y accidentalmente embiste a un cuerpo que tambaleante cuelga de un árbol atado del cuello, lo que le atemoriza aun más y corre hasta caer y pierde el sentido al golpear su cabeza con una piedra.

Tres días de debatirse en fiebre, desvaríos y sudoraciones recupera el conocimiento sobre un mullido lecho, inmediatamente se incorpora preguntando dónde se encuentra, de pronto unas tibias manos lo retienen diciéndole que no se preocupe esta en un lugar seguro y entre gente buena. Poco a poco en su interior se van ordenando las ideas y más aun cuando descubre en sus roladas manos las ampollas ocasionadas por el grosor de la cruz; esto le remite al hombre de la corona de espinas, de pronto siente una profunda satisfacción por la labor que hizo a favor de ese tipo y su cuerpo se invade de una paz que le conforta y a la vez permite que piense con claridad lo que a partir de ese momento va a realizar con su vida.

El lugar donde se encontraba era una humilde choza morada por un anciano y su hija, que se dedicaban arduamente a labrar el huerto que les deba sustento. Al comprender la precaria situación económica que ambos pasaban, el vagabundo decide dejar la vida errante y se queda en Jerusalén a trabajar el huerto de la casa que le brindará asilo.

Al poco tiempo recupera la existencia perdida al enamorarse de la campesina y por fin encuentra la vida sedentaria que siempre quiso tener al casarse con ella, la cual en tres años le da dos hijos, y estos al crecer nietos hasta multiplicar la familia de aquel que todo lo había perdido y sus días habían sido inútiles, pero él nunca lo fue para el ser supremo creador de todas las cosas.

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