jueves, 11 de julio de 2019

En la red social más antigua.

Salgo de esa reunión de profesores atolondrado más que otras veces, pues como es sabido por ustedes, la magnitud de los asuntos abordados en ella son inversamente proporcionales a la escasez de acuerdos del cuórum, así como sorprendido de que ahora mis colegas para mantener vigente sus diálogos tengan que recurrir a lo que se escribe en algunos memes, por ejemplo, rematar una frase lapidaria con: “se tenía que decir y se dijo”, sí, ese donde el pollito Kiiroitori azota su ala contra una mesa. La verdad, en un adolescente se le justifica por lo reducido de su lenguaje limitado a lo que lee a través de las redes sociales, pero a un académico, que mínimo leyó los textos obligados durante sus estudios, pues como que no.

Después de bajar de la ruta, mientras dirijo humildemente los pasos sobre esa antediluviana red social, o sea, la calle -que por cierto, está en riesgo de extinción y no quiero que se pierda en el olvido como el MetroFLOG y MySpace-, me aproximo al jardín de la colonia, cuando de pronto detengo el andar para observar a varias señoras ataviadas en mallas practicar zumba a ritmo de Farandulera, dándome la impresión de que las ahí presentes ni atención ponen al “quieren que entiendan que bailando la ponga en posición”, ellas bailan al ritmo de letras machistas que cosifican a las mujeres, tal vez para algunos, con ello sepulten el esfuerzo de quienes han luchado por la igualdad de género y sea una falta de respeto al feminismo.

No soy nadie para censurarlas, además, la liberación femenina implica que como todo ser humano, hagan de sus cuerpos lo que se les antoje y si deciden perder la grasa ejercitándolo mediante canciones de lenguaje sexista y misógino, pues es su gusto y punto, si con ello reafirmen su libertad y autonomía. Aprovecho también, desde acá, para pedirles que no dejemos de utilizar esa red social que es la vía pública, sigamos haciendo de forma artesanal grupos de chat en cualquier acera o esquina, salgamos a la calle a vernos las caras y constatar que con quien hablamos denota sentimientos a través de sus gesticulaciones al charlar y no mediante un frío emoji.

jueves, 4 de julio de 2019

Barro.

Una mañana cualquiera de cierto país, en su elegante oficina el diplomático de agricultura de esa región recibió a un ingeniero cuyo nombre no mencionaré con tal de evitar ofender a alguien que se llame igual -como sabemos, gracias a la Biblia y a las telenovelas muchos tienen el mismo nombre a pesar de no ser idénticos-, con la intención de presentar un estudio minucioso sobre lo que consideraba que los mercados rurales requerían.

Él lo miró y le dijo: No lo voy a leer hasta que no vea barro. ¿Qué barro?, preguntó el ingeniero. El barro en sus botas de recorrer todos esos campos, le respondió. Es más, no quiero oír nada de usted sobre los mercados rurales hasta que no pueda decirme qué clase de cerveza beben esos agricultores, qué hacen sus hijos después de la escuela y de qué hablan cuando están en el almuerzo durante el receso de la jornada laboral.

Pero este informe está basado en una investigación muy documentada, le replicó el agrónomo. Barro, quiero ver barro en sus botas, reiteró el diplomático. Oiga, ¿tiene por casualidad un par de botas? No, respondió con timidez el profesional. Enérgicamente el funcionario le pidió que se retirara de su oficina y no volviera hasta que no hubiera hecho lo que le dijo.

A veces nuestros conocimientos se limitan a fuentes documentales que enriquecen nuestro vocabulario como si fuéramos eruditas en el ámbito de cualquier ciencia, pero si las suelas de nuestros zapatos no se embarran de esa ciencia con la acción de intercambiar experiencias en el lugar donde se manifiestan, entonces aprendimos teorías tan perfectas que no tienen nada que ver con la realidad, son ideas de escritorio, individuos atornillados a sus sillas que no ven más allá de su monitor del computador.