miércoles, 29 de octubre de 2014

Lenguaje moderno

En días pasados, la Real Academia de la Lengua Española incluyó en su diccionario las palabras más utilizadas en la internet. Tal torcedura de brazo fue debido a la vulgarización de frases, nombres y términos que inundan las redes sociales -esto no significa que entre más corriente más ambiente, ¿o sí? -, considerando que por lo menos tales palabras hayan sido empleadas un promedio de veinticinco mil veces. Otro dato curioso es que la mayoría son derivaciones del habla inglesa. Lo cual refresca en mi memoria a los primos radicados en Los Ángeles, con sus decires como “parquear”, “troca”, “pucharle”, “marqueta”, entre otras aberraciones de nuestro idioma ocasionado por el forzado spanglish ¿o será ingléspañol?

Según cifras extraídas del sitio de la revista Algarabía, los alemanes en su lenguaje tienen 185,000 palabras, los franceses cuentan unas cien mil, mientras que los vecinos del norte (entiéndame usted los gringos), como siempre queriendo ser los primeros, poseen 300,000; los hispanoparlantes, esa inmensa minoría, llegamos a las 200,000; es decir, el doble que los franceses, quince mil más que los germanos y cien mil abajo de los estadounidenses. Pero ahora, con la inclusión o más bien adopción del lenguaje moderno de la era digital al nuestro, lo más probable es que las incrementemos.

Como esas palabras ya son parte de nuestro patrimonio lingüístico, y si usted es de las personas que gusta de presumir su amplio diccionario al hablar, puede recurrir a ellas. Por ejemplo, en lugar de señalarle a alguien que lo que dice nadie lo hará público en papel, simplemente afirme: “eso que dices, bloguealo”. La manera más fácil de lograr la comunicación entre usted y esa persona que es lenta para comprender las cosas más simples, es “chatear” -no estoy haciendo promoción a la fonda de La Chata-. Los profesores, en lugar de decirles a sus estudiantes: “Les dejo la siguiente tarea y podrán utilizar el término copypastear”, que en nuestra actualidad es la acción a la que los educandos equiparan el realizar una investigación documental.

Al hecho de personalizar las prendas de vestir -que por cierto, algunos en lugar de mejorarlas las empeoran-, se le denominará customizar. Siendo honesto, no le encuentro sentido estético a colocarle pedrería o maripositas a esa blusa guinda de muy mal gusto. Al ejercicio de descombrar la basura virtual hasta descargar un archivo se le conoce como downloadear, finísimo vocablo que ahora lo podrá emplear para afirmar que se encuentra compilando música o videos para su colección privada.

Al hecho de borrar evidencias que perjudiquen la reputación, a partir de hoy lo llamaremos destaguear. Antes, a la acción de quienes les encantaba observar y sacar conclusiones de ello, se le conocía como crítica, ahora que se electrificó la mirada es factible que digamos, ¡mira me están escaneando!

A la persona que entre charlas saca a relucir sus múltiples personalidades y que por cierto nadie se las conocía, lo más seguro que en esos momentos está feisbuqueando. Por otro lado, olvídese de decir reenvíame tal o cual información, ahora se escuchará más moderno diciendo forwardeame los mensajes. Al arte de erradicar esos defectos del rostro o las facturas de la edad en las imágenes, algo así como una cirugía estética en dos dimensiones, es digno del lenguaje de los grandes salones llamarle fotoshopear.

Los pocos que leen esto se preguntarán: ¿Si estoy en contra de la deformación del lenguaje, por qué le doy más impulso al ser sarcástico con este texto? Simplemente es una sana crítica a ese ridículo empeño de buscar siempre un equivalente en castellano a cada tecnicismo extranjero, cuando a veces ni siquiera existe, pero nuestro ingenio lo adapta solamente agregándole una fonética en castellano. Espero que con estas y otras palabras adaptadas a nuestro idioma, las nuevas generaciones incrementen su vocabulario y erradiquen la absurda expresión de wey, que es utilizada como si fuera una coma en su habla, ¡verda wee!

jueves, 23 de octubre de 2014

Se arreglan metidas de pata

En el ambiente de la política desde el año 1984, cierto autor gringo al escribir un editorial en el periódico New York Times, fue el primero en utilizar el término “Spin Doctors”, para hacer alusión a esa estrategia de influenciar a los votantes a través de la imagen del candidato, es decir, la apariencia física de éste, así como también el ritmo, cadencia y acento de su voz. Recuerdan las botas y cinturones del expresidente Vicente Fox, su forma de hablar -chiquillos y chiquillas-, que indudablemente repercutió en el subconsciente del electorado hasta el grado de obtener sus votos.

Ya ocupando la silla presidencial, al preciso se le fueron las ancas cuando se le ocurrió en plena rueda de prensa llamar a las abnegadas amas de casa, “lavadoras de dos patas” y que posteriormente intentó disculparse diciendo: “Si alguna mujer se sintió agraviada, cuenta con mis disculpas más sentidas. Pero mi intención fue clara y lo que estoy impulsando es una gran equidad de género en el país." Con semejante justificación, imagino que se ganó el aprecio del público femenino. La verdad es que no se echó a la bolsa a todas las damas, pero sus frases se acuñaron al léxico nacional, como su trillada utilización del verbo “apanicar”, que en realidad no significa nada en nuestro castellano, pero que se deriva del inglés “to panic”, que significa tener miedo o pánico.

Los gabachos -no me refiero a los franceses que pululan por el río Gabas-, sino a los vecinos del país del norti, son quienes también adjudican al término “spin”, cierta virtud para disfrazar los errores cometidos por candidatos y políticos en acciones positivas que incluso llegan a manipular y engañar haciéndose pasar por ambigüedades, verdades no comprobadas o afirmaciones negativas que se vuelven positivas, e incluso hasta en eufemismos. Como la torpeza de ese candidato al atribuirle la autoría de una obra de Carlos Fuentes a Enrique Krauze, generando polémica que se transformó en guasa gracias al ingenio mexicano y que debido a la difusión de los medios llegó convertirse en simpatía, o sea, bien manipulado el “spin”.

Esa táctica de darle un giro a las metidas de pata en México para volverlas aciertos es funcional, pues en un país donde la doble moral impera así de simple: escuchas un chiste que alude a los genitales en su término más peyorativo, la gente se retuerce de la risa, pero pasado el momento, son capaces de clasificarlo de vulgar y soez, más no descartan la posibilidad de decírselo a otros. Bajo tal subjetividad, a veces resulta imposible distinguir en dónde termina la extravagancia y empieza la ridiculez o cuál es el límite entre una equivocación y un acierto, pues las burlas acerca de las torpezas o acciones engorrosas desde la óptica política se transforman en estrategias de publicidad gratuita, es decir, no hay excremento que no se limpie.

Entonces apreciado lector, si en las próximas elecciones uno de los candidatos a ocupar un puesto público, le piden que opine sobra la obra de Benedetti, y éste hace referencia a la exquisitez de su sabor o que le fascinan la Maxxima y la Hawaiana, ni se mofe, pues existe la posibilidad de que con ello se vuelva el favorito y gane el puesto que pretende.

miércoles, 15 de octubre de 2014

¿Qué onda?

Cuando cursaba los estudios de licenciatura conocí a una profesora española que venía de intercambio, en un momento de relax de su clase, nos preguntó sobre un personaje nacional que es muy mencionado por sus tierras, tal individuo es Jalisco, obviamente que le aclaramos que se trata de uno de los estados que integran nuestro país y no de una persona, a lo que la mujer argumento que esa confusión era ocasionada por una canción donde se asegura que se trata de una linda persona a la que le dicen que no se raje y que tiene una novia llamada Guadalajara, como la ciudad, uno de los compañeros le aclaró que es por culpa de Manuel Esperón, quien escribió la letra cuyo estribillo hace alusión al estado como si se tratase de un ser humano.

Aclarado lo anterior y ya en plan de feedback cultural, nos cuestionó sobre el significado de la palabra “onda”, híjole aquí sí que necesito disculparme con las generaciones actuales, pues probablemente ya ni la utilicen en su lenguaje, tal frase se integró a nuestro hablar por la década de los sesentas, misma que como el término chingar, también generó toda una familia semántica.

Lo que empezó como un saludo genérico que cambiaba al ¡qué tal!, ¡qué hay! Incluso al quihubo por el entonces modernizante, ¡qué onda! Y que con el paso del tiempo fue adquiriendo ciertas derivaciones, pues el ingenio de factura nacional lo mutó en qué hongo, qué Honduras, hasta se afresó con ondiux, que por cierto es muy naca también; tal frase hizo entrar a nuestro país en onda, lo que significaba un ambiente donde la adolescencia del México de los sesentas tenía la ilusión de poder cambiar al mundo.

Con la llegada de la Nueva Onda –expresión que incluso me hace sentir más anticuado de lo que estoy al escribirla, nuestro lenguaje acuñó otra palabra más, que nos sería útil para expresarnos, por ejemplo a las personas accesibles y de carácter amable les decían el o la buena onda, también existía el antagónico para hacer referencia a quienes eran unos gorgojos y ojetes, a esos les llamaban los mala onda; si te distraías era común justificarte con ¡se me fue la onda! Cuando captabas el sentido de algo, lo comprendías o entrabas en ambiente, definitivamente estabas agarrando la onda, incluso también la utilizaban todos aquellos que se introducían en su cuerpo cualquier tipo de droga, cabe aclarar que las varitas de incienso no cuentan para entrar en ese estado, eso es otra onda, o sea, que implica un mejor nivel de percepción.

Cuando alguien nos fastidiaba le poníamos un estate sosiego al advertirle, que en buena onda no estuviera molestando, claro que con esto algunos se sacaban de onda, es decir, se paniqueban e incluso se decepcionaban por esta llamada de atención; razón por la cual llegábamos a preguntar, ¿cuál es la onda? Si lo hacíamos con voz tranquila era para saber algo, pero si lo pronunciábamos de forma agresiva equivalía a un interrogatorio tipo judicial pero sin tehuacanazo. En el plano sexoso, cuando alguien le demostraba a otro cierto interés carnal, se decía que le estaba tirando la onda y cuando una pareja estaba en pleno ejercicio de los arrumacos intercambiando fluidos por la trompita, era común indicar que ellos tenían onda.

Al integrarse esta palabra a nuestro caló, la literatura en sus intentos inútiles por llegar a la juventud y también a los no tan jóvenes, crea una corriente narrativa y poética, donde el veracruzano Parménides García Saldaña o el acapulqueño José Agustín intentarían romper con los tabúes que la sociedad de esa época imponía al rock, sexo y drogas, además de supuestamente corromper a la literatura tradicional con una escritura que expresaba un lenguaje coloquial y abierto, a raíz de esto, a quienes les agradaba esta literatura los bautizaban como onderos.

Por lo tanto, si en su diccionario parlanchín aún persiste este término, no se preocupe al pensar que no ha evolucionado, lo que sucede es que continúa atrapado en esa época de las flores y símbolos de amor, destilando paz, pero sobretodo mucho amor, eso es la onda de hoy.

miércoles, 8 de octubre de 2014

Celulitis

Hace unas cuantas décadas, la cantante británica Sheena Easton sonaba en la radio interpretando cierta canción cuya letra en castellano iba así: “Esclava del teléfono, así vivo yo, dejándote mensajes de amor, como siempre sin contestación…”, rolita que simultáneamente choteó la, en ese entonces, recién formada agrupación de Timbiriche. Hoy, esa tonadilla nos parece un gusto culposo de la nostalgia ochentera, pero es una pena que continuamos siendo esclavos del teléfono. Es más, nos aferramos a éste como especie de fetiche.

Si definiéramos el amuleto de este siglo, el celular bien podría ser ese objeto al que le hemos atribuido ciertos poderes mágicos al brindarnos protección contra las fuerzas naturales de la soledad. Te aísla de todo, pues la concentración se fija en observar lo que sucede en su pantallita, a tal grado de poseer habilidades de hipnosis casi casi idiotizantes, pues tal parece que es tanta su atracción que la fascinación producida llega a seducir tanto, que incluso hay personas que pierden la noción del tiempo al estar adentro de la nueva cajita idiota.

Madres, padres y profesores ahora se enfrentan con un nuevo enemigo: un rival que birla la atención de hijos, alumnos y personas en general, de por si existe en las actuales generaciones un déficit de atención. Ahora, con la telefonía celular la comunicación física entre personas está pasando a ser un mito, ya que resulta más atractivo enfocar el circuito del habla a los mensajes escritos con horrores de ortografía, las caricias a través de los llamados emoticones y los regalos virtuales de cumpleaños a larga distancia.

Lo peor es que nosotros somos los culpables de que proliferen en las nuevas generaciones, este problema, pues el ingenio mercadotécnico nos ha vendido la idea de que si no contamos con un teléfono móvil, correremos el riesgo de estar incomunicados.

Más la triste realidad es que con estos artefactos, los que nos autoexiliamos del mundo real somos los usuarios, dando mayor crédito a lo que acontece por esta vía que a la realidad misma.

Hay quienes, en su afán por justificar tal conducta, aluden a su favor que el hecho de utilizar tanto el móvil en sus actividades, les ha permitido desarrollar la habilidad de prestar atención a dos cosas complejas a la vez, como lo es conducir un coche y recibir llamadas, estar en un restaurante cenando con su pareja y responder mensajes del WhatsApp. ¡Ajá! Honestamente, lo que se hace es cambiar de forma abrupta y vertiginosa el foco de atención, lo que en algún momento puede ocasionar cierto descuido con resultados fatales.

Sin tener la llamada “piel naranja”, hoy muchos padecen de celulitis, pero de tanto utilizar su teléfono -bueno si así se le debe de llamar a un dispositivo que puede sacar fotos, video en alta definición, grabar y reproducir música en formato MP3, sintonizar estaciones de radio, calculadora científica, agenda electrónica, así como quitar tiempo y evadir la realidad del entorno. ¡Ah!, también es un causante de divorcio-. Pese a que estamos conscientes de que su uso puede llegar a perjudicarnos, continuamos siendo esclavos del teléfono a la espera de ese mensajito.

miércoles, 1 de octubre de 2014

Los días más felices de nuestras vidas

No sé si a ustedes les sucedió, pero a mí, cuando era niño, no me gustaba ir a la escuela. La Primaria fue un lugar que inspiró soledad y tristeza, pues estar ahí significaba pasar un tiempo alejado de mis seres queridos, convivir con otros infantes que no eran mis amigos del barrio -es más, algunos hasta agresivos se comportaban-, seguir las ridículas ordenes de un adulto que, para no desempeñar bien su función docente, nos ponía a realizar numeraciones, extensas planas de texto copiadas de los pesados libros y memorizar resúmenes para repetírselo cuando éste nos lo solicitara. Además, coincidía con la comparación de Paulo Freire, donde afirmaba que las escuelas, hospitales y cárceles se asemejan en su estructura física, sólo que en las primeras sus celdas no tienen rejas y debes permanecer ahí por presión familiar.

Durante el recreo, la alimentación era repetitiva. Después de pasar ahí cuatro semanas, te dabas cuenta de que el menú consistía en consumir lo mismo. Además, le dabas a la señora del estanquillo la moneda de cinco pesos a cambio de dos tostadas de cuerito y tenías que elegir entre un vaso con agua de jamaica o dos chicles, o sea, que tu capacidad de elección desde ahí te la empezaban a marginar. Tiempo después, gracias a Chabelo y su Catafixia, comprendería que la vida en sí, es cambiar lo que conseguimos por algo indefinido, ignorando su valor y sin la jodida oportunidad de recuperarlo una vez hecho el trueque.

Imagino que ese negocio de las cooperativas escolares si era redituable, pues en el poco tiempo que fui estudiante me tocó ver la disputa entre dos profesoras por administrarla, a tal grado de llegar a las ofensas entre ellas. ¡Mira, qué mal ejemplo para la chamacada! Siendo sincero, extrañé el no haber traído mi celular para documentar tal discusión y subirla a YouTube para dejar constancia de los hechos, pero para eso tendría que esperar veinte años.

Como siempre he sido de buen comer, prefería guardar mi capital escolar para la salida, pues ahí me esperaba el señor del carretón de madera con su deliciosa fruta. Era imposible resistirse al pico de gallo qué él preparaba a base de jícama, pepino y mango con mucha sal, chile y bastante jugo de limón. En la actualidad, cuando desayuno mis deliciosos medicamentos para tratar la enfermedad por reflujo gastroesofágico y la úlcera péptica, hago un recuento de todo lo grasoso, picante y ácido que he comido, pero la verdad lo disfruté.

Con el calorcito del mediodía se antojaba visitar a la Doña de los raspados, quien rascaba ese hielo transparente y de dudosa procedencia al que le echaba conserva de guayaba, nance, piña, limón y tamarindo. Aquí siempre se colaba la inquieta abeja que terminaba aderezando el néctar estampándose sobre él. No podían faltar esos juegos donde la probabilidad de ganar o perder no dependen de nuestras destrezas, sino del azar, dando con ello nuestros pininos en las apuestas y clientes en potencia de los casinos que treinta años a futuro se construirían en nuestra ciudad y que tenían como precursor a Don Ramiro, el anciano que nos vendía rifas tipo “rascadito”, donde por un tostón uno podía ganarse un chicle de cajita o la máscara de Huracán Ramírez.

Afortunadamente, sólo estuve en la Escuela Primaria seis semanas, pues fui más productivo laborando que estudiando. Entonces no regresé a ella hasta que estuve lo bastante peludote y descubrí que la educación formal es una llave que puede abrir más puertas. En varias ocasiones regresaba a la salida para disfrutar de las vendimias. Hoy lo he hecho nuevamente por el mejor de los caminos: el recuerdo y la nostalgia de uno de los días más felices de la vida.