miércoles, 24 de septiembre de 2014

¿Semos Mexinacos?

Ya pasaron las Fiestas Patrias. Ese marketing con que diversas compañías lucran, ya sea mediante la venta de adornitos tricolores, banderas sin patente y héroes patrios de cartón pegados en lujosos y modernos centros comerciales -es como si festejáramos la Independencia con acento inglés-, en los puestos ambulantes que ofrecen las ruidosas trompetas, serpentinas y cohetes; así como las noches mexicanas donde un titipuchal de personas, bajo el pretexto de ser nacionalistas, se ponen unas borracheras de perder la razón. ¡Ah! pero eso sí, ataviados con sus güipiles, guayaberas y hasta algunos con ropa vaquera. ¡Hágame usted favor!

¿Eso nos hace mexicanos? O sea, por unas cuantas horas y listo, ya somos más aborígenes de estas tierras que el nopal y el águila del emblema nacional. Creo que no, pues la idiosincrasia y las nuevas costumbres han forjado la nueva patria, donde las personas experimentan ese espíritu nacionalista sí la selección de soccer gana un juego o la representación deportiva en algún evento internacional se adjudica un triunfo. Ahora, gracias a una industria cervecera se canta con mayor arraigo el “Cielito lindo” que el Himno Nacional, y claro nos venden toda esa fuerza inspiradora, motivacional y de superación personal con el choteado: ¡Sí se puede!

Somos mexicanos al hacer una fiesta para cien personas y nos llegan doscientas, cuando la comida no tiene sabor si no le ponemos chile o que el mejor remedio para los males del cuerpo es el limón. También porque no nos puede faltar un humeante plato de pozole en nuestra dieta, ni los vaporizados tacos de todo tipo y la bebida que encierra la esencia de nuestro país: el caballito de tequila, ese diminuto recipiente de cristal donde cometemos un homicidio al ahogar las penas hasta asesinarlas en el néctar del agave o lo alzamos en señal de alegría al festejar lo que seya.

Pelo en pecho, barriga chelera abultada, al igual que un tupido y largo mostacho que rebasa la comisura de los labios y apenitas deje ver la división entre la nariz y la buchaca, voz ronca de tono jalado, cinturón escondido entre las arrugas de la camisa y los pliegues del pantalón con más artefactos colgando a su alrededor que el del inspector Gadget; de piel cafecita, estatura baja. Ah, no pueden faltar sus gafas oscuras que incluso hasta de noche las trae. Ese es el estereotipo del mexicano actual que desplazó a la imagen del indígena amodorrado junto al nopal.

Individuos que se identifican con su patria al ser encandilados por el verde, blanco y rojo de la iluminación que se desparrama por todo el centro histórico, luces que iluminan la mente e inspiran para agarrar una copa y brindar a la salud de los héroes que nos dieron libertad, todo en algún antro que ofrezca barra libre, antojitos mexicanos y enormes pantallas para ver “El Grito”, con la esperanza de que al terminar, un DJ los pondrá a sacudir la tierra de los zapatos con su set sorpresa de música bien nuestra, dejando escapar al son de cada canción los huacos que nos enraízan a este país.

miércoles, 10 de septiembre de 2014

Autorretrato

Como el slogan de ese dañino chocolate, a mi ciudad no la cambio por nada. La verdad no le envidio a otro estado su espacio urbanizado, pues en el nuestro no hay nada mejor que disfrutar en estos temporales: los chubascos que se presentan de tres minutos, destrozando todo a su paso cual marabunta; las lloviznas con sol, rompiendo con el mito de que si esta nublado seguro llueve. Es más, algunas veces se nubla y ninguna gota cae. El intenso calor que nos llena de lamparones de sudor la ropa, los baches que por arte de magia nos hereda el clima, la Cruz Roja ruleteando por sus calles, repartidores de pizza y tortas que son más rápidos en llegar a su destino que la Policía, entre otras maravillas que sin discusión son todo un privilegio para quienes habitamos esta urbe.

Creo que es esa la razón por la cual a muchos les gusta sacarse un selfie con el paisaje de fondo. Ahora que saco a colación tal acción, resulta divertido el observar cómo las personas se transforman en fotógrafos de todo, cuyo propósito es documentar su vida para otros en cualquier red social, esperando recibir la gratificante recompensa de unos cuantos “me gusta”. ¡Ridículo que ahora la autoestima se eleve con tan solo un clic! Lamentablemente para algunos es así. Es más, conozco gente que por tomar una buena fotografía para postearla en su muro, han descuidado detalles tan importantes como el disfrute de su familia, pareja o hasta la sana convivencia entre amigos, de igual manera no les importa el dolor ajeno con tal de obtener una gráfica, como lo ocurrido en Estambul con el oficial de Policía que en pleno rescate de una persona que intentaba suicidarse arrojándose de un puente, no duda ni por un instante y considera el momento ideal para un selfie.

Otros hasta en esos intentos de sacarse un autorretrato han perdido la vida, como la pareja polaca que cayó por el acantilado de Cabo de Roca, en Portugal, mientras sus hijos de 5 y 6 años presenciaban este fatal accidente o la estadounidense que instantes después de subir su foto colisiona contra un camión, perdiendo la vida. Antes, un autorretrato era cierto ensayo que el artista realizaba en una especie de intento por analizar con profundidad su propia persona, donde se escrutaba su rostro, con el objeto de conocer los detalles de sí mismo. Hoy es por simple gusto de inflar el ego, pues el fin de esas fotos no es ni por fomentar el arte, mucho menos artístico, es por cosechar el mayor número de likes.

¡Qué ridículo que toda esa ansiedad por tener la mejor foto, nos borre la sensibilidad humana! Peor aún, cambiar el contacto físico de una caricia, beso o abrazo por un emoticón o guiño electrónico. Nos estamos olvidando que las caricias amistosas o de amor tienen voz propia, que transmiten nuestros sentimientos incluso mejor que una felicitación por escrito en cualquier red social.

Ya para finalizar, les recomiendo hacer un ejercicio que resulta simpático de la actividad de sacarse fotos, la cual consiste en observar a los que se autorretratan, pues equivale a estar en el zoológico frente a la jaula de los monos, debido a las chuscas poses, gestos, caras y los escenarios que eligen, dando así un paso hacia atrás darwiniano.

miércoles, 3 de septiembre de 2014

Circo, maroma y teatro

No me gusta acrecentar los temas polémicos, pero es imposible eludirlo pues desde que era niño me apasionaban los circos. Imaginaba a todos los que lo integran viajar sobre vagones o en convoy llevando su espectáculo a las ciudades. En tal representación veía a las jirafas sacando sus largos cuellos por encima del transporte, los tigres enjaulados dormidos panza arriba, el sabio paquidermo masticar la paja mientras disfruta del paisaje, el chapoteadero tipo jacuzzi de los hipopótamos, abierto y recibiendo el aire de los lugares por donde pasaban.

En la actualidad, la Ley de Protección Animal prohíbe a los circos utilizar animales en sus espectáculos, únicamente los pueden exhibir, siempre y cuando demuestren que legalmente son sus dueños. Pero si los circos bien pudieran ser algo así como un museo ambulante, donde uno imagina la forma en que nuestros antepasados se divertían en ese espectáculo repetitivo, con los chistes gastados de los payasos, los trucos que todos sabemos de los magos, las mareadoras vueltas en columpio de los acróbatas, los aburridos malabaristas y los animales de siempre haciendo lo mismo.

Resulta curioso cómo otros espectáculos que en su momento fueron clasificados de originales, al convertirse en costumbre pierden ese encanto y pasan al olvido. Pero los actos circenses de tanto repetirse se han convertido en una tradición, y como es sabido, a los mexicanos nos encantan las tradiciones, pues dan origen a retazos anacrónicos que como diapositiva de un tren de imágenes, la mente los proyecta en los recuerdos, perpetuando momentos y personajes que en ellos intervienen.

Más tal parece que la humanidad se empeña en erradicar los espacios circulares: el circo romano desapareció con el Imperio, la tauromaquia agoniza y ahora cercenamos al circo. Pero no se preocupe si las carpas desaparecen, contamos con un espectáculo circense de la más alta calidad: el de la vida, donde es posible contemplar a todos esos animales que pierden su racionalidad al volante, al igual cuando arrojan basura en la calle, se estacionan en doble fila o sitios para discapacitados, o sea, esos sujetos que al ver lodo no dudan ni por un segundo en atascarse.

Contamos con todas esas personas que hacen lo que los demás, que como especie de cencerro siguen la conducta de sus semejantes cuales blancos corderitos. Ahí están esos que con tal de evadir sus responsabilidades, se hacen patos sin necesidad de ir al lago. No pueden faltar a quienes les damos el calificativo de venado sólo por el simple hecho de verlos en la esquina. Existen también aquellos que en cada acción ridícula se convierten en úrsidos y dan todo un show gratuito.

Este circo citadino no es nómada, pero sí cuenta con su respectivo serpentario, donde se enroscan quienes no pueden estar tranquilos sino muerden, critican o dañan con sus comentarios, mientras el hipnotizador de serpientes está de vacaciones. Además, cuenta con todos esos antecesores evolutivos nuestros que se la pasan haciendo monadas al interactuar con uno. No son changos, pero si está de la changada lo que hacen. No pueden faltar los roedores de dos patas que se llevan lo poco que tenemos a su madriguera política.

¡Venga amigo visitante, conozca a los dinosaurios! Esos fósiles que a pesar de llevar varios lustros ocupando el mismo sitio en una escuela, centro laboral o changarro, cada vez se perpetúan y como que no quieren extinguirse. Los insectos abundan, son de esos que de tanto maltrato por la sociedad, les han privado de su ego. No se olvide que en asuntos espectaculares, los circos son pura maroma y teatro, mientras que la realidad... también lo es.