miércoles, 28 de enero de 2009

La experiencia del cine

Desde que era un infante el séptimo arte llamó mi atención, mi hermano en repetidas ocasiones me llevaba a ver películas de corta duración que en las paredes de la cancha de básquetbol de su escuela primaria proyectaban, la entrada tenía el costo de un tostón y por ese precio podías disfrutar de las divertidas travesuras del Pájaro Loco, Bugs Bunny o de ver volar a Superman sobre Metrópolis para rescatar al mundo de siniestros invasores.

Otro sitio digno de mencionarse eran los predios o lotes baldíos donde se asentaban grupos de gitanos y al anochecer sobre la superficie plana lateral de su transporte exhibían diversos largometrajes, además de deleitarnos el paladar con los exquisitos sándwich vegetarianos, pues casi no tenían carne, que nos vendían acompañados de una refrescante soda; sobre las extensas bancas de madera que nos dejaban el doloroso recuerdo de haber estado sobre ellas en nuestro coxis, fue donde descubrí al más espeluznante Hombre Lobo convertirse bajo la luz de la luna llena, ver emerger de las turbias aguas al monstruo de la Laguna Negra y como defendía a la débil damisela de los peligros del viejo oeste mexicano el intrépido y valiente Gastón Santos.

Cuando ingresé por vez primera a una sala de cine, fue algo pasmoso, primero al observar las prolongadas filas en los días de estreno, que casi siempre nos llegaban a un mes y medio de haberlo hecho a nivel nacional, embelesar el gusto con las aromáticas palomitas de maíz que se vendían en las antojadizas dulcerías; y cuando el proyector fallaba o se presentaba una sobrecarga de energía que suspendía la exhibición observar la interacción del público con un personaje que en todas las salas le llamaban “Cácaro”, mediante rechiflas e improperios que nos divertían a todos los asistentes.

A veces se multiplicaban más los insultos a la memoria de la santa madre de este personaje cuando curiosamente la cinta se cortaba en el preciso momento en que la actriz comenzaba a despojarse de sus ropas para lucir el escultural cuerpo; otro detalle era el prestar atención a algunos disgustados espectadores que solían reclamarle al termino de la función a la taquillera como si esta fuera la culpable de que la temática abordada en el film resultara un fecalismo cinematográfico.

Así mismo pude constatar como cuarenta años de campañas ecológicas se fueron al resumidero de nuestra inconsciencia, pues al final de cada función el lugar quedaba peor que un basurero municipal, con la idiota justificación de que al fin de cuentas para eso hay personal que recibe un salario por mantenerlo limpio.

En la edad de piedra que fue mi adolescencia las salas cinematográficas se convirtieron en espacios dignos para dar rienda suelta al libertinaje sexual en compañía de la novia de aquel entonces, pasando a un segundo plano el contenido fílmico, prestando más atención al evitar que algún hábil inspector nos descubriera y remitiera a las autoridades por faltas a la moral; el cine también fue una digna justificación para que el clan de amigos de aula abandonáramos la escuela con tal de ir a ver el grandioso estreno de esa semana.

Años más adelante lo utilice en repetidas ocasiones como terapia que remendaba el corazón cuando mujeres perversas me lo destrozaban, gracias al bálsamo curativo de los guiones cinematográficos que apartaban por más de dos horas mi pensamiento masoquista del amor profesado hacia esas hembras fatales.

Con el transcurrir del tiempo algunas salas sufrieron una metamorfosis, unas se transformaron en tiendas de muebles y oficinas corporativas, otras en iglesias que fomentan el amor al prójimo, las que conservan su estructura original son autenticas reservas ecológicas de fauna nociva que revisten de un pésimo aspecto a la ciudad, pero ahí siguen como inertes colosos mudos de toda aquella efervescencia que en su esplendorosa época albergaron.

Actualmente continúo acudiendo a los cines, igual que antaño no me convencen al cien por ciento los títulos que en castellano les otorgan a las películas extranjeras, gracias al avance tecnológico el Cácaro ya no existe y sólo vemos una película por el precio de un boleto, la exhibición inicia quince minutos después de la hora programada, es una rareza encontrarte una sala a tope de espectadores, y lo más decepcionante es que las actuales generaciones asisten no como auditorio sino al contrario lo transforman en sitios de esparcimiento social donde convergen sus mejores charlas en plena función, reciben un sin fin de llamadas a su teléfono móvil, las dulcerías son el restaurante ideal, motivo por el cual entran y salen a cada cinco o diez minutos obviamente entorpeciendo el regocijo a los que si vamos como espectador.

A pesar de todo cuando las luces se apagan y empiezan a escucharse los acordes de fanfarria que identifica a la compañía productora, apuro un bocado de palomitas para después engullirlas con la ayuda de un sorbo enorme de la refrescante gaseosa, como preámbulo al disfrute de una cinta, y es cuando suspiro convencido de que no hay mejor lugar para disfrutar de un filme que el cine.

miércoles, 21 de enero de 2009

Objetos olvidados

En cierta ocasión en el departamento de paquetería de una conocida tienda departamental por descuido olvidé un libro que para variar lo había adquirido en otro comercio ese mismo día, al día siguiente cuando fui a reclamarlo el responsable para hacer entrega del texto me hizo entrar en la bodega donde resguardan y clasifican los objetos que los distraídos clientes olvidamos, la sorpresa fue enorme y a la vez reconfortante pues resulta que no soy el único torpe descuidado que existe en esa tienda, al percatarme de la gran cantidad de cosas que según el empleado seguido dejan los consumidores.

Entre las cosas ahí resguardadas pude ver diez paraguas de una variedad de colores, un altero de revistas, diversos medicamentos, una cámara fotográfica, un par de guantes industriales, una docena de útiles escolares – que de seguro los dejaron a propósito, ya me figuro al estudiante justificándose: fíjese profesora que perdí mi tarea por eso no la traje-, dos calculadoras, prendas de vestir, tres cascos de motociclista, cuatro peluches, playeras de soccer que imagino fueron perdidas adrede, alguien dijo si perdió mi equipo favorito la copa, pues que también se pierda la camiseta.

Algunos de esos objetos llevan meses y nadie los reclama, a lo mejor la vergüenza impone cierto orgullo que no permite hacerlo al no aceptar la torpeza, otro motivo puede ser el poco valor que el objeto tiene sobre la persona o tal vez la amnesia del estrés cotidiano evita comparecer por él.

Lo anterior trae a mi recuerdo a aquella mujer que una vez conocí, estaba hospitalizada más de seis meses, para ella ese lapso de tiempo equivalían a largos años, en todo lo que llevaba enclaustrada en esa fría cama se había aprendido de memoria las cuatro paredes y el techo de su habitación, pues debido a lo grave de su enfermedad no podía moverse mucho, es más requería de ayuda para hacerlo, por lo tanto sus ojos eran los pies y brazos, los cuales llegaban hasta donde su visión se lo permitía; sin embargo su mente gracias a la imaginación traspasaban los gruesos muros de concreto llegando muy lejos.

Debido al cúmulo de recuerdos viaja hasta su cálido hogar, observa a su mascota que moviendo el rabo la recibe y ensaliva sus manos, el gato le ronronea y pasa suavemente su pelambre sobre sus cansadas pantorrillas; después se traslada a casa de su hijo, está vacía, pero ahí ve los objetos que seguido sacudía como una forma de agradecimiento y apoyo en las labores domésticas de la ingrata nuera, pues para ella esta anciana era un lastre que cargaba su marido gracias al estúpido complejo de Edipo, casi los toca y de pronto su cansado corazón se agita de contento abrigando la esperanza de algún día regresar y contemplar extasiada a sus nietos o que ya de perdida se acuerden que ella todo este tiempo yace en el hospital.

Sus demás hijos tan sólo la han visitado cinco horas contadas en todo el periodo que lleva ahí, no tienen tiempo pues siempre se encuentran ocupados con la vorágine de actividades que les factura el servicio laboral, acaso han olvidado que esta anciana invirtió mucho de su tiempo cuidándolos cuando eran niños, desgastó su cuerpo lavando y planchando ajeno para brindarles una vida diferente a la que ella tuvo. La nieta adolescente ha llamado tan sólo dos veces para preguntar por su estado de salud, bueno eso comenta la enfermera, y existe la posibilidad de que mienta para hacerla sentir bien.

¿Qué le resta, esperar y extrañar? Qué sucedería si la muerte le llega de pronto, todo lo que tenía por charlar con ellos no va a ser posible y tal vez entonces sí, sus familiares la recordaran y extrañaran; algunos supersticiosos neciamente recurrirán al auxilio de un médium espiritista para intentar de vana forma hablar con ella, hinchando así la cartera del impostor y quedándose vacíos como siempre lo han estado.

¿Por qué tenemos que materializar nuestro afecto cuando un calendario comercial nos lo indica? ¿Por qué siempre damos el afecto que nos sobra en lugar de dar afecto de sobra? A tales interrogantes sólo cada uno de nosotros puede dar respuesta de acuerdo a nuestra idiosincrasia, además quién esté libre de culpas que dispare el primer Gansito Marinela.

miércoles, 14 de enero de 2009

¡Alto! Dispárale, es dentista

Inicia un año más en el fiestero calendario de la beatitud, entre onomásticos y puentes vacacionales transcurrirán los días hasta completar 365, por lo que respecta a mi persona, nunca me gusta hacer propósitos, pues al final de cuentas ni me acuerdo de ellos; lo que no olvido es que en estas fechas son vísperas de mi primera visita al dentista, y ante tal suceso siempre me ocurren cosas desagradables, es como si existiera un mal karma entre este experto y yo.

Una vez después de denotar ápices de esperanza en la atiborrada sala de espera de un consultorio dental, además de enterarme del jet set nacional e internacional, gracias a la lectura obligada del “¡Hola!” y el “Tvnotas”, gozar del disfrute visual al apreciar las torneadas piernas de algunas damiselas que debido a la gentileza de lo corto de su falda motivaban más mi estancia en ese lugar en donde impera el aromático olor a eugenol que muchos profesionales de este ramo utilizan como anestésico local y cemento dental para restauraciones; llegado mi turno y al recostarme sobre el incomodo diván, cuando el odontólogo aproxima su lámpara tipo interrogatorio judicial y al colocarla frente a mi cara de pronto se apaga, con una sonrisa de disculpa me dice “señor lo siento pero creo que se fue la energía eléctrica”. Así esperamos por espacio de casi dos horas y nada, ese día no hubo electricidad, y si una gran perdida de tiempo, desahuciado dirigí mis pasos humildemente a una repostería para curar los traumas generados por tal situación.

En otra ocasión una vez colocado en el interior de mi boca el spray de xilocaina, esa sustancia amarga y desagradable que te hace sentir la boca como si fuera la de un paquidermo, repentinamente el instrumental eléctrico con el que iba a operar el médico se quemó; y ahí voy de nuevo a la calle esta vez, sin poder pronunciar palabra alguna pues al hacerlo escapaba de mis labios sin que pudiera evitarlo hilillos de saliva luciendo como un perro mastín napolitano; la última visita que hice fue un gesto heroico, resulta que la dentista angustiada me dijo que no tenía anestesia de ningún tipo, fingiendo ser muy valiente y fuerte a la vez, le dije que no había problema, que así hiciera la limpieza dental; ya supondrán el horrible dolor que soporté, pero eso sí, ninguna mueca expresé de disgusto con tal de aparentar hombría, maldito complejo de macho, esa vez por fin comprendí las frases de mi mujer en contra de esa actitud que los mexicano en repetidas ocasiones adoptamos.

Siempre me he preguntado si la fresa o turbina que utilizan para realizar su labor sopla, succiona o irriga, es más con tan sólo escuchar el espeluznante sonido que emite mis dientes se crispan, se me pone la piel de gallina y comienzo a sudar frío; además ellos quisieran que tuviéramos la boca tipo muppets, o sea, la rana René sería un excelente paciente. Al finalizar la consulta uno termina con tremendo dolor mandibular que no permite a veces ni hablar y mucho menos masticar, para colmo siempre nos piden apretar el algodón, igual de incómodo resulta el clásico lavado bucal después de la intervención ya que con eso de la escupida uno llega asemejarse a Alien, sin ser el octavo pasajero de ninguna nave espacial.

Otro dato que me inhibe con el especialista dental, es que a veces me topo con diestros en este ramo que padecen halitosis, óigame amigo hábleme de perfil o ya de perdida mastícate una menta, tienen sarro o caries –en pocas palabras no tienen la sonrisa de un campeón-, y eso honestamente dice mucho de su práctica, pues no predican con el buen ejemplo; su asistente que rara vez suele ser una atractiva mujer –bueno si uno corre con suerte-, a veces demuestra tener más experiencia en el ejercicio de esa labor que el titular al proporcionarle las herramientas propias para realizar la operación exacta sobre el paciente, y otras veces peca de inexperta al equivocarse en repetidas ocasiones llegando a ser clasificada por el propio médico como una asis-tonta.

Como resultado de mis visitas al dentista he perdido cuatro molares, tengo siete piezas con amalgama e incluso un canino está tres cuartas partes recubierto de resina, que según mi auto engañado ego me hace lucir como Pedro Navajas, y por supuesto mi cartera cada vez sin menos presupuesto, pues como se encuentra nuestra economía conforme pasa el tiempo se vuelven inalcanzables sus tarifas; mientras los muebles, remodelaciones de casa y viajes al extranjero de tales especialistas son financiados por el conglomerado de clientes que recurrimos a sus servicios.