jueves, 30 de enero de 2020

La vida en memes

Una imagen vale más que mil palabras”, adagio que en diversos idiomas afirma que un retrato representa argumentos tan válidos que hasta pudieran ser moralizadores, como es el caso de los memes, que la mayoría de usuarios difundimos como especie de “¡Te lo dije!”, entonces reflexiono y caigo en la cuenta de que ahora la imagen además de valer mil palabras, porque la neta, ya ni hablamos, menos aún escuchamos, por estar embrutecidos mirando a la cajita idiota del celular, ha ocasionado que un meme valga más de mil palabras, y lo que es peor, cuando quien lo reenvía siente representados sus ideales –¡uy, con que poco pinole les da tos! – a través de él.

Así es como nacen los memes de la venta del avión, del arribo del coronavirus a nuestro país, de los que me han hecho mis estudiantes en las fotos que tomaron sin mi consentimiento cuando les impartía clases y que pusieron en mi cara maquillaje del Joker, construyendo cadenas con eslabones llenos de prejuicios, que indudablemente quien los ve, además de la guasa, los llega a creer e incluso hay quienes los consideran informativos, pues saben bien que su realización está fomentada por una inconformidad.

Hoy somos menos equidistantes que años atrás, pues ahora con esa efervescencia de ir buscando memes de lo que nos alimentan de supuesta información las redes sociales, caemos en la torpeza de encontrarnos con alguien que piensa igual que uno, publicando una foto con cierto mensaje lleno de sarcasmo -tan satanizado en las aulas gracias al ejercicio de la docencia-, que yo nunca me atrevería a hacer, entonces caemos en la cuenta que esa persona es igual que uno, por eso lo enviamos a nuestros contactos como ideas propias, es decir, en pleno siglo XXI continuamos viviendo de ideas ajenas, o sea, somos vividos por otros que pululan en el 4G, llegando idealizar que nuestros pensamientos generan acciones contestatarias como la del meme.

jueves, 23 de enero de 2020

¡Ah! Cómo hemos cambiado

Con el paso del tiempo evolucionamos, para algunos es positivo, otros quisiéramos que algunas cosas no se hubiesen modificado, estoy consciente de que cuando terminen de leer esto –¡bueno, si es que lo leen!–, a más de alguno cambiará la percepción positiva o negativa que tenía de quien firma lo que escribe. Empiezo con los popotes, antes en las loncherías disfrutabas de ese rico chocomil –si wee, sin la K– absorbiéndolo hasta encontrar el león en el fondo del vaso y sin el riesgo de que te pintara bigote, hoy, el rugido del felino se extinguió, dejándote como factura un mostacho que con la servilleta tendrás que borrar y si los quitaron para no dañar el ambiente, pues tanta servilleta, ¡adiós árboles!

Antes, si andabas por la calle al toparte con un supermercado recordabas que te faltaba aceite, pasta dental y jitomate, inmediatamente le llegabas, realizabas tu surtido, saliendo con las bolsas que la tienda proporcionaba, ¡ahora no! Pues si no llevas bolsa ecológica, ni con la ayuda de El Pulpo Manotas te los podrás traer. En mis tiempos de mocedad salía de casa, me pasaba horas incomunicado sin necesidad del celular, además de que nadie me estuviera molestando, en la actualidad si no salgo con el teléfono o me doy cuenta de que solo le queda una rayita de carga entro en crisis de nervios.

Aquel medio bolillo con nata y azúcar era buenísimo en el almuerzo, luego tus abuelitos al regresar del kínder te premiaban con una copita de rompope por la estrellita que la miss colocó en la frente, cenabas media docena de churros con chocolate en agua sin remordimiento, en la actualidad el mostro de la báscula y el espectro del glucómetro hacen que te lo piense dos veces. Antes era común que tu jefecita escuchara las jocosas charlas que entablabas con tus cuates por el otro teléfono, podías hablar sin ofender a ningún colectivo, inventabas datos asegurando que eran la neta y escribir artículos como éste sin que nadie lo googleara para comprobar que son un embuste, ¡ah! Cómo hemos cambiado.

jueves, 16 de enero de 2020

Palabritas

Cierto sábado pozolero, sí, porque en nuestra ciudad además de ruidosa, es tradición que el séptimo día de la semana -es más, si eres de los que van al gym, el instructor te recomienda que los fines de semana comas de tocho, ¡claro, así tiene clientes cautivos!–, le entremos sin remordimiento al caldo elaborado a base de granos de maíz y reteharta trompa, cuero, pata y espinazo de cerdo. Esta vez, cuando llegué con mi ollita, la señora que lo vende, con mirada triste dijo: “¡ay, niñito! Fíjate que se nos acabó bien pronto, una disculpa”. ¡Chale! La neta, no me agüitó el no haber alcanzado, sino, esa pinche retórica tan ridícula de intentar suavizar sentencias que consideramos fuertes para quien las recibe.

Es por eso por lo que nacen frases en diminutivo, llenas de servilismo involuntario, así como amansa bestias, tienen su eclosión “por favorcito”, “permisito”, “ahoritita”, “en un momentito”, “señito”, entre otras, producto de nuestros sentimientos de culpabilidad que ya se han convertido en costumbre, pues nos hemos desarrollado en un ambiente donde se fomenta que los responsables de lo que sucede en nuestro entorno somos nosotros por ser la especie superior a las demás.

Esto no significa que estoy en contra de la amabilidad, pues siempre es positivo y además ayuda a generar climas de bienestar entre las personas, pero no lo es cuando se sobrepasan los límites, hasta volverse tóxica, al grado de que se utiliza como un disfraz de lo que en realidad el interlocutor quiere decir, además, lo pior es que quien recibe el mensaje se da cuenta de la verdadera intención, ¡eso sí carbura!

jueves, 9 de enero de 2020

Íconos colimotes

En la adolescencia aprendí a convivir con ciertos personajes de la fauna de aquella floreciente Ciudad de las Palmeras, sujetos que a pesar de invadir la privacidad de los peatones, se fueron arraigando a la cultura y, por qué no, al folklor de una población que se movía en bicicleta -que curiosamente portaban placas con matrícula de tránsito- por las empedradas calles que aún no alcanzaban bautismo de avenidas como las actuales, en las que uno se persigna cada vez que sales con tal de obtener la tolerancia extrema al ruido y que ningún simio al volante te apalcuache.

Un domingo no podía faltar entre los puestos de fayuca del tianguis “Pancho Villa”, ese clarinazo de trompeta de José María Zamora González Don Chema, pa´la raza-, con su carretón de tejuino, bebida étnica que además de quitar el calorón entre los comercios de baratijas y chucherías, según Don Chema era medicinal, pues curaba el Sida y lo… (Debido al lenguaje políticamente correcto, no me es posible redactar lo que rima, ¡ay disculpen!). Dicharachero como ninguno, que se ofuscaba cuando alguno le criticaba a su adorado Rebaño Sagrado o que pidieran fiado en son de guasa, pero el néctar de maíz con su limón y bien helado era una delicia, ¡Mmmm!

Religiosamente de lunes a viernes, antes de entrar a la secundaria nocturna para trabajadores, ahí al ladito de la Corona Morfin, estaba Baldo -al que en su chante le llamaban Baldomero Larios Cuevas-, con su tuba, que además de deliciosa, gracias a la savia de las palmas, poseía propiedades que quitaban lo “nanguito” a los tesoneros jumentos, individuo de platina cabellera que la chamacada sacaba de sus casillas cuando le decían que la bebida ofertada era agua de Kool-Aid. Otro personaje típico en la barriada era Don Roberto Arias De la Cruz, quien empujaba la nostalgia al paladar con sus exquisitas nieves de limón, mamey o coco y cual flautista de Hamelín seguían los infantes con tal de probar una bola, cumpliendo de manera textual su famoso eslogan: ¡Lloren niños, lloren niños!

Lo confieso que en algún momento experimenté cierta empatía e incluso ahora que ya no están, es más, ni tianguis por la calle Centenario hay, extraño no encontrármelos, pero en el empedrado de mis recuerdos siguen rifándosela para llevar el pan nuestro de cada día a sus hogares.