jueves, 17 de diciembre de 2015

Do they know it's Christmas?

Faltan unos días para que los colimenses bajo nuestro particular sincretismo celebremos la navidad, lo más seguro es que a escasas veinticuatro horas abarrotaremos las tiendas para las tradicionales compras de pánico, adquiriendo esas cosas que de tan necesarias que son se vuelven a los pocos días algo inútiles, tan efímeras como la ilusión misma de creer que lo que se regala traerá felicidad, más a veces, la expectativa generada por la imaginación de quien lo recibe bajo la terca esperanza de que le llegue aquello que siempre ha añorado, se vuelve desilusión al no resultar lo esperado, despreciando así la intensión del sentimiento de fraternidad.

Dicen que por estas fechas las personas nos volvemos extremadamente felices y melancólicos a la vez, es como si esa ilusión de la espera a que cambiemos nos mantiene la expectativa de ser felices en un mundo repleto de inseguridades, donde las religiones se han encargado de privarnos de tantos derechos, incluso hasta el de pensar, aunado a ello la mercadotecnia, fomentando el consumismo que nos enerva a tal grado de programarnos que la felicidad es un regalo, entonces, los vendedores de dioses de papel nos hacen comprar trozos de orgullo y dignidad.

Bajo la influencia del supuesto espíritu navideño, un sábado por la mañana mientras alucinado adornaba la fachada de la casa con luces decorativas, colocaba la corona de Santa Claus y llenaba de botitas rojas la puerta, un chamaquito todo andrajoso me pidió que le dejara barrer la banqueta por diez pesos, de reojo lo miré pues no quería observarlo bien, ya que sentía que su apariencia en sí fuera una expresión de cómo me consideraba internamente, más al verlo tan deplorable accedí.

Cuando terminó, me di cuenta del nivel de desnutrición que tenía, por lo que le ofrecí un plato de alimentos que me habían sobrado de la cena de ayer, gustoso la comía, pero observé que dejó la mitad. Pregunté qué si no le había gustado. El pequeño con sonrisa de satisfacción y agradecimiento, dijo: “su almuerzo está riquísimo, pero al igual que usted voy a compartir mi plato con mi hermanita que no ha probado nada desde ayer”. Sentí vergüenza conmigo mismo, pues yo en realidad no compartí, ofrecí lo que me sobra.

En pocas palabras estaba dando algo con cálculo o vanidad, es decir, cuando la caridad se vuelve orgullo, y luego nos preguntamos por qué la gente continúa siendo pobre a pesar de ayudas como éstas, pero en realidad, cuando les damos lo que nos sobra los estamos obligando a subsistir, en lugar de que mejoren.

Lector, en estas festividades decembrinas piensa en ellos, imagina si la situación fuera al revés, ¿te conformarías argumentando la idea de que no hay mejor regalo que la vida misma? ¡Claro que no! Si continúas creyendo en que la felicidad son todas esas cosas que sólo duran unos instantes y luego se van.

jueves, 10 de diciembre de 2015

A deshoras de la madrugada

Tres de la mañana de un día en este diciembre, el frío como un ladrón invade mi cuarto, por fin tan sólo en las madrugadas por la Ciudad de las Palmeras este intruso expulsó el sudoroso calor poniendo en asueto a los ventiladores que días atrás trabajaban horas extras. Por la ventana observo los foquitos navideños de mis vecinos que se encienden y apagan, esos que adornaron la fachada con tantas luces que se asemeja a la nave nodriza de “Encuentros cercanos del tercer tipo”.

En el ambiente a esa hora impera una tranquilidad exquisita, si fumara, creo que en este momento sería un desperdicio no echarme un humeante taco de taquicardia y contaminar más de lo que se encuentra nuestra ciudad, afortunadamente es un vicio que no poseo, no es por miedo a padecer enfisema pulmonar, lo que sucede es que nunca le encontré el gusto a inhalar y exhalar humo, mucha gente tiene la idea de que si no tomo alcohol ni fumo es por alargar la vida, pero tenga o no uno de esos vicios igual de algo moriré.

En mi cerebro nacen las ganas por escuchar una rolita, de esas tan oníricas que me hagan alucinar, pero por respeto a los que duermen las postergo y con la mente le doy play al tracklist, entonces sonorizando entre las neuronas “cerezo rosa” del cubano de nacimiento y mexicano por adopción, Pérez Prado, llega a la imaginación auditiva ¡qué chingón suena la trompeta solista del maestro Beto González!

El pecho se hincha y nacen las ganas de zapatear, contoneando las piernas sigo el ritmo, mientras un ángel pinta de plateado a la luna, pues parece que con sus retocadas el brillo de ella es aún más intenso a deshoras de la madrugada. No hay tránsito, la tranquilidad es de un gozo absoluto, sólo la música de mis pensamientos me lleva al disfrute de tan placentero escenario. Ahora comprendo porque tanta gente le gusta nuestro Colima para vivir, pese a que nos amontonamos en cualquier plaza, que hablamos de nosotros más de lo que somos y que mentir es el lenguaje de hoy. De pronto, escucho los gritos de mi vecina que en esos momentos suda por el simple hecho de darle gusto al cuerpo, quien me hace abruptamente romper con la reflexión.

Aunado al placentero berrido, el gallo canta sobre el hombro de Pérez Prado, con ello el ritmo muere al amanecer y es precisamente cuando un kilométrico bostezo coquetea con la almohada, que le guiñe “ven a mí”, pero el orgulloso deber llama a perderse en la velocísima ciudad a jugarme el pellejo como todo los días, únicamente resta bailar sobre el recuerdo de ese momento cuando gocé de ser libre entre la fría noche.

jueves, 3 de diciembre de 2015

El museo de lo frío

Si perteneces a la clase trabajadora cuyo universo es una oficina, lo más seguro es que en ese espacio donde los cubículos y el estrés ocasionado por el jefe hacen del acontecer diario una faena, tal vez exista una pequeña área donde la mayoría de los empleados se escabullen a disfrutar de los sagrados alimentos, charlar de la farándula oficinista y de las casanovas conquistas del patrón.

Son esas personas que para darle cierto sabor a su labor y con tal de evitar la diferencia de clases, inventan uniformarse, calendarizando los colores del guardarropa que utilizarán durante los cinco días de la semana -¡Uy, qué pipiris nice! - y dejando el sábado para lucir las garritas deportivas o casuales, escenario que es aprovechado por la clásica chavarruca para acudir a la chamba en sus leggins, refrescándonos la memoria de que no hay nada como la experiencia de lucir los bien dotados chamorros y encantos que la madre naturaleza le dotó.

Ahí habita un electrodoméstico que se le atribuyen cualidades mágicas, pues se piensa que al depositar en su interior los alimentos jamás se van a echar a perder. Me refiero al refrigerador, el cual en el escabroso mundo oficinista es de la comuna, pues en él todos los miembros laborales tienen la venia de guardar sus sagrados lonches o itacates, con la condicionante de darle mantenimiento por lo menos una vez al mes.

Lamentablemente, la calendarización que exprofeso se hace para el rol de limpieza o descacharrización del frigorífico nadie la respeta y a veces se transforma en un museo donde se exhiben platillos tan antediluvianos, como ese plato de pozole seco a medio terminar que aún conserva su respectivo hueso de espinazo Paz, el yogurt caducado del año pasado, la soda a la mitad con sus clásicas manchas de lápiz labial y el pastel de tres leches del cumpleaños de la señora que hace el aseo, de hace quince días.

Cuando uno abre el refri percibe infinidad de aromas, además de conocer el perfil psicológico de los usuarios a través de esos gadgets que utilizan para conservar la comida, mejor conocidos como tópers, donde la especie refinada y burguesa que sólo consumen sustitutos de azucares, los forever on a diet, conservan aquello que los nutre. Si hay una que otra olla de peltre es fácil deducir que sus respectivos dueños aún viven con sus jefecitas, o sea, los llamados forever alone. No puede faltar aquel desconfiado que como sabueso marca su territorio, señalando con su nombre los trastes, para evitar que los amantes de lo ajeno devoren lo que les apetezca de la congeladora. Si te encuentras una cajita de unicel con restos de sushi, ten mucho cuidado, pues conservar los alimentos de esa forma es bien pinche naco.

Como todo en la vida, nada es suficiente, pues lo que llegamos a tener sólo dura unos instantes y luego pasa al olvido, así aquello que en su momento deleitó el más refinado paladar, después de saciar el apetito es donado al recinto donde se exhibirá por largo tiempo entre colores y olores, dando origen al museo de la heladera para el disfrute y asombro de sus visitantes.

47¿Y…?

Cuarenta y siete, dos dígitos que actualmente equivalen en mi persona a vigilar la alimentación, ya que están prohibidos todos aquellos platillos que hacen transparente la servilleta de papel; actualmente el agotamiento llega con facilidad al realizar actividades que antes hasta riendo hacía, si a ello le agregamos una mala salud de hierro, además de poseer una frente de más de cinco dedos, es más, se le pueden agregar los de la otra mano y creo que hacen falta y el poco cabello que aún conservo es más plateado que la máscara del Santo.

A esta edad cuesta más trabajo ocultar la papada en las fotos de perfil del Facebook –pero bien que la disimulo haciendo guiños tipo Zoolander, y salir gordo, es lo de menos, treinta años de cargar con estos kilos me resignaron a aceptarlos, incluso cuando pierdo unos cuantos en verdad que los echo de menos y de la talla de mis trusas con cuarenta y siente es lo que menos importa. Hay más preocupaciones, como el mantener estable la glucosa o que la ansiedad no me vaya a ocasionar un infarto en este corazón que cansado de latir a veces piensa que su fecha de caducidad esta próxima.

Llegaron los años como la noche al día con sus enigmas tan oscuros y difíciles de pronosticar, llenos de inseguridades como cuando adolescente las tenía, gracias a los supuestos cuerdos de atar –como dijera Joaquín Sabina–, que sujetaron mis tiernos anhelos bajo el pretexto de que ya madurara. Siento decirles que con tantos años de tesón han fracasado, pues continuo teniendo más sueños despierto que dormido, sigo creyendo en Peter Pan a pesar de que su Wendy haya crecido, consciente estoy de que a pesar de aparentar un viejo cascarrabias, soy un niño de corazón que ya no juega a las figuras de acción con los chamacos perdidos, pero a veces tirado en el suelo de la imaginación juego a que el Capitán Pirandella rescata de mil maneras a su amada Princesa Amanecer de Apizaco.

Nunca quise ser un boy scout –con Chabelo y Pepito había de sobra, preferí ser un Goonies, pues esas cosas de buscar tesoros perdidos o de resolver misterios me entusiasmaba un titipuchal más que ayudar a señoras de avanzada edad a cruzar la calle; aún me sigo poniendo agresivo cuando alguien toca mis juguetes y soy adicto a los tres pecados culinarios, echarle chile y limón a todo, así como que los alimentos estén calientitos y que a cualquier lugar se llega “por ahí derechito”.

Ahora creo eso de que la edad pesa, pues la sociedad te exige factura de que con el transcurrir de los años intentes dejar de ser tú y seas lo que ellos imaginan como debieras de ser, ¡haber, haber, tranquilos mis chatos! Uno puede modificar su manera de vivir pero no puede dejar de ser quien es, además uno que sabe cómo es uno, recuerden el estribillo de lo que canta el ídolo del Guamúchil –qué por cierto cada vez Pedro Infante canta más bonito, “yo soy quien soy y no me parezco a naiden, me cuadra el campo y el silbido de sus aigres…”. Más la realidad es que ahora ya tengo 47, uno más que ayer y… ¿qué sigue ahora, hacer una buena fiesta o desaparecer?