miércoles, 30 de mayo de 2012

Estigmas


Un gran educador cierta vez dijo que los peores momentos de su vida los había pasado en la escuela que cuando estuvo preso, tal afirmación produce el siguiente cuestionamiento, ¿por qué para algunos el permanecer en la escuela resulta muchas veces un sufrimiento? Para mí en la actualidad es mi segundo hogar, es como una especie de guarida, es algo así como un teflón donde no se adhieren los problemas del hogar, la oficina, entre otros. Puede ser que desde la óptica docente en la que me encuentro tal vez no logro cerciorarme del daño que ocasiono a mis estudiantes.

De igual forma pudiese ser que de lo bien que encuentro el ejercer la docencia no percibo lo mal que soy como educador, pues uno durante cada clase además de hacer llegar los contenidos programáticos también comunica sus inquietudes, formas de pensamiento, ilusiones de como debieran ser las cosas y peor aún como queremos que sean las personas, llegando en repetidas ocasiones a convertirnos en dictadores de conductas hacia los ingenuos discípulos.

A poco no es una egolatría esa jodida muestra de autoridad cuando obligamos al estudiante a ponerse de pie ante nuestra presencia al arribar al salón –ni que fuéramos una deidad a la que hay que venerar–; qué tal la pinche jalada que solemos imponer al asegurar a los jóvenes que después del profesor nadie entra al aula y que se atengan a sus faltas; igual de mamón resulta el encargar a un discípulo de nuestra preferencia el pase de lista de sus compañeros, mientras nosotros todavía no llegamos al recinto escolar, ya que eso nos brinda fácilmente diez o quince minutos para hacernos el tarugo antes de iniciar la clase, tal vez charlando con las secretarias en la dirección o colegas por los pasillos de la escuela.

Es común en secundaria que los profesores pierdan hasta quince minutos de sus cátedras obligando a los muchachos a que fajen sus camisas y blusas, traigan los zapatos lustrados y el cabello ordinariamente peinado; como si estas acciones fomentaran hábitos, pero lo más patético es que cuando ingresan al nivel medio superior toda la labor que se hizo por fomentar esa imagen pública digna de una persona educada pasa a la ignominia, ¿será porque se impuso, en lugar de explicar o crear conciencia sobre la identidad de la escuela?

Otra piedra incómoda en el zapato de la educación formal, es cuando el que enseña se siente el poseedor del conocimiento o peor aún, creer que lo que explica es una verdad absoluta y fuente de verdades ordinarias que no pueden ser refutadas – ¡por favor, si la información que intenta transmitir la obtuvo de Wikipedia!–, provocando que las participaciones de sus alumnos se limiten a reafirmar lo que el profesor dijo.

Otra acción castrante de iniciativa en los jóvenes, es cuando se deben de seguir una serie de pasos tan sistematizados que no permiten al escolar buscar otras alternativas que lo lleven a un mismo resultado, trátese de un problema matemático, búsqueda de información en la Internet o algún diseño de cierto prototipo didáctico.

A raíz de lo expuesto, creo que todas estas cosas hacen de la escuela un suplicio para quienes asisten con la difusa idea de superación personal; pero eso sí, gracias a tales argucias de transmisión del conocimiento legamos a la sociedad individuos que para pedir la palabra tienen que levantar su mano derecha, sentirse culpables cuando en plena reunión de trabajo o familiar les lleguen las ganas de orinar y tengan que abandonar el lugar con tal satisfacer su necesidad fisiológica haciéndolo con cierto remordimiento, tener que recibir repetidas veces la misma instrucción para ejecutar una acción como si se tratase de cierta actividad escolar.

Lo más lamentable de la docencia es que nos olvidamos de fomentar virtudes que vagamente uno como profesor llega a considerar que son de carácter doméstico como lo es la honestidad, el respeto por lo ajeno, la justicia y la solidaridad; si en alguna de nuestras clases hacemos hincapié en inculcar estas virtudes, entonces ahora si podemos afirma que “Televisa idiotiza, y el maestro concientiza”, ojo, no es lo mismo crear conciencia que estigmatizar con base a ese antiguo lema de que la letra con sangre entra.

miércoles, 23 de mayo de 2012

Conductores suicidas


Tal vez suene pesimista, pero es una pena que en nuestro Estado no exista una sólida cultura de vialidad y tránsito vehicular, pese a que no tengo coche, pues con trabajos puedo manejar mi vida, cómo jodidos me voy a hacer responsable de ir detrás del volante de un automóvil sin saber manejarlo de forma correcta. En mi experiencia como peatón he podido darme cuenta que a pesar de tratarse de dos seres humanos, los roles tanto de chofer como de peatón son antagónicos, tengo la ligera sospecha de que cuando el transeúnte se vuelve conductor se olvida de su rol anterior, demostrando cierta desconsideración por los individuos que recorremos las calles y avenidas a pie.

Es como si la persona que deambula por las calles fuera un obstáculo, es decir, los conductores se vuelven amnésicos y erradican de sus conciencias –bueno si es que la tienen después de sentirse poderosos al poseer un lujoso carro–, aquello de que primero es el peatón; doblan las esquinas sin anunciarse a través de la luz direccional y ni se cercioran de que nadie intente cruzarse; en los semáforos invaden la zona a rayas donde se supone la gente debe pasar, ceder el paso ya no es una muestra de amabilidad, ahora es señal de piedad o como si te estuvieran haciendo un favor; creo que los andariegos para los que conducen son considerados una boya más.

Algunos psicólogos justifican que esas formas de conducir, muchas veces son producto del estrés o el tiempo que se pierde en esas pruebas de paciencia que a diario son sometidos, gracias a los tramos de asfalto en reparación o construcciones de puentes.

También es cierto que cualquier joven después de salirle el pelo en la mano o cambiar sus zapatillas “Mí Alegría” por unas de verdad, deciden aprender los mecanismos de manipular un vehículo, y una vez que los saben, sus progenitores con tal de quitárselos de encima les sueltan las llaves o les compran una ranfla para que se salgan a pasear, más bien, a poner en riesgo la vida de sus semejantes pues ni siquiera conocen un ápice las reglas de tránsito y vialidad, ah pero eso sí, se sienten como pavorreales, así se vea la unidad que conducen como cualquier coche de la película “Cars”, o sea, no se ve quien lo conduce, siendo esto lo que menos importa, pues para ellos las calles son autopistas de Fórmula 1.

Ese chavito tal vez sea el mismo que cuando salía de la primaria o secundaria, el agente de tránsito erróneamente le puso el mal ejemplo de que a pesar de estar en verde la luz del semáforo, éste se puede pasar, pues al fin de cuentas en ese momento el agente vial lo acompaña y por sus puros tanates los choferes tendrán que detenerse, no sería mejor que ese agente le enseñase a respetar al semáforo desde temprana edad para que cuando llegue a manejar tenga la firme noción de su uso.

Otro constante peligro son los usuarios que al familiarizarse con su transporte se les hace fácil realizar llamadas de celular, enviar mensajes de texto, ir hablando por radio, maquillarse o agacharse a recoger objetos en plena marcha, platicar con el copiloto como si estuvieran en un restaurante, en fin miles de acrobacias dignas de los pilotos suicidas.

Entonces a los viandantes, lo único que nos queda es salir con los sentidos bien alertas, como lo hacen los perros callejeros – ¡vaya que ellos son más hábiles para sortear las transitadas avenidas que nosotros!–, pues no vayamos a toparnos por ahí a algún ingenuo automovilista que al sentirse el amo del camino, nos convierta en estadística de la tasa de mortandad en el Estado.

miércoles, 16 de mayo de 2012

Una fórmula infalible


Pese a los avances en materia de medicina y tecnología algunas personas continúan creyendo en las artes oscuras, brujería, hechicería, entre otros sortilegios que un ser humano invoca para supuestamente perjudicar a otro. Muchas veces me pregunto, ¿cómo esa gente que cree fielmente en la brujería se dice cristiana? Pues indudablemente le concede mayor poder a un insignificante homo sapiens que a su Dios, a poco este charlatán ejerce más influencia que la religión en sí que profesa.

A lo largo de mi corta vida, he conocido individuos que invierten enormes sumas de dinero, para “curar” sus males, hacerse limpias con aromáticas ramas de pirul y albahaca, huevos de gallina negra o simplemente adquieren amuletos para tener suerte en el amor, los negocios o incluso para influenciar a otros, esto me recuerda al ratón Timoteo, que obsequia la “pluma mágica”, a Dumbo para que pierda el miedo a volar, o sea, simplemente son refuerzos de nuestras inseguridades.

De igual forma no comprendo como hoy existe gente que cree en los horóscopos o en las predicciones del futuro que ciertas señoras de maquillaje exagerado y estrafalarias vestiduras hacen al “leer” una antigua baraja o la simple mano. Si esa gente pudiera conocer el futuro a través de esas místicas personas, ¿de que le serviría? ¿Para ser mejor, para vivir con más coherencia y amor? ¿Además de que le sería útil a un indígena tarahumara conocer su horóscopo del mes? Bueno, realmente, no sé, es más, ni tengo idea.

Para mi mal, el único medicamento que tengo es la autoaceptación; desde que lo leí en un libro de psicología, donde decían que el camino para tener una vida más sana y feliz, es saber aceptarnos y amarnos a nosotros mismos con nuestros valores y limitaciones.

Convertirnos en nuestro mejor amigo, pues de nada sirve despreciarnos o torturarnos sin piedad, porque la verdad, somos bien ojetes con nosotros mismos, incluso muchas veces hasta nos declaramos la guerra, provocando una división interna, que se transforma en un desarrollo enfermizo, ¿entonces cómo chingados vamos a estar aliviados, si uno mismo es la enfermedad? Solo el que se ama a si mismo puede crecer de manera sana y segura, pero sin abusar, evitando caer en narcisismos, ¡ché, si sos tan simpático porque nadie se te acerca!

Como seremos felices en un mundo de infelices, erradicando en nosotros esos sentimientos de culpa; pues si lamentablemente cometí un error, debo de aceptar que si lo hice, pedir disculpas a quien ofendí, reparar el daño y como hacen los felinos lamer mis heridas. Así, no tendré la idea de que al prójimo que afecté, estará por ahí acechándome para en el momento menos inesperado perjudicarme o que recurra a los servicios de un hechicero para que me haga un encanto maligno.

Cada individuo necesita saberse perdonado, el perdón es el remedio para recuperar la autoaceptación, si se está consiente de que las diferencias se han eliminado, entonces estaremos seguros de que la amistad o el cariño entre los demás individuos y uno es el de siempre, contando con la certeza de que existe esa empatía que genera el sentimiento de la amistad; saber perdonar y perdonarnos nos libera de recuerdo humillantes y de sentimientos de culpa que nos deprimen; ese perdón nos hace crecer de forma sana a pesar de nuestros errores y miserias.

Siendo precisamente en ese ánimo cuando nos sentimos apreciados por uno mismo, no por nuestros logros y éxitos, sino por esa capacidad de apreciarnos como lo que somos, sin la necesidad de esperar a que sea martes o viernes para acudir con algún brujo que nos haga una limpia a nuestros males o leer a diario lo que nos deparan los astros para el día de hoy que lo único que pretenden con todo esto es obtener dinero a partir de nuestras inseguridades.

miércoles, 9 de mayo de 2012

A toda madre


Se han fijado como en infraestructura escuelas, oficinas de gobierno, hospitales y cárceles se parecen, es más, muchas veces por las condiciones del inmueble, conforme pasan los años y deja de cumplir con su funcionalidad institucional se transforman en cualquiera de las antes mencionadas; pues una metamorfosis de ese tipo es del que fui testigo durante la extinta infancia.

Hace varios años, en el espacio donde hoy se localizan las oficinas del DIF Estatal, se ubicaba la prisión del Estado, en ese entonces estando guardadito en su interior mi papá por fumar hierba mala en plena vía pública, fue cuando conocí a una serie de singulares sujetos sin nombres ni apellidos, sólo se identificaban entre ellos por sus apodos y motes que se habían ganado por mérito propio; también resultaba curioso como todos compartían su estancia al lado de homosexuales que permanecían presos por lo que actualmente nos parece una simpleza, el hecho de haber declarado abiertamente su preferencia sexual, razón por la cual en aquel entonces eran llamados mujercitos.

Entre esos personajes, había uno al que todos conocían como el Cocaleca, porque se iba quedando calvo y también porque era bien pinche cocainómano, cada domingo de visita familiar, me llamaba mucho la atención su singular forma de bailar, a este individuo la única música que lo hacia sacudir el esqueleto era el mambo, siendo su canción predilecta la de “Mambo Café”, cuando el grupo musical que organizaba las tertulias dominicales en prisión la interpretaba, el cuerpo del Coca se movía como el de un epiléptico.

Siempre vestía una guayabera color beis, su pantalón de dril a cuadros con las bastas dobladas hasta el tobillo, pues como calzaba huaraches de araña, le incomodaba que se le fuera a ensuciar. El delito por el cual estaba cubriendo una sentencia de cincuenta años fue el de haber intentado sustraer las cuatro polveras del Ford Deluxe V8, de un acaudalado político.

Nunca vi un domingo que alguien le fuera a visitar, es más, hasta los promotores de cierta religión cristiana ni se le arrimaban, pues decía que la única persona que le leía bien bonito la Biblia era su Jechu –contracción de las palabras jefecita chula, que alguna vez utilizaron los Polivoces-, era tanta su devoción por su progenitora que la respetable mujer nunca se enteró de que su hijo se encontraba preso, para ella, él andaba de marinero en el Puerto de Veracruz.

En vísperas del diez de mayo, cuando gracias a la bien armada estrategia mercantil, nos hacen reconocer que todos tenemos mamá, al Coca le invadía la nostalgia al recordar cuando en su infancia durante el homenaje a las madres, puso sensible a la autora de sus días, gracias a la excelente recitación que hizo de la elegía de Salvador Díaz Mirón, “Mamá soy Paquito”, frente a una caja forrada en papel de china blanca, haciéndole brotar lagrimas de orgullo a ese tótem mexicano que denominamos mamá.

Inspirado por todo el aluvión de sentimientos se propuso ir a visitar a su sacrosanta madrecita; ya había estudiado la situación, se introduciría al costal de desperdicios de la cocina que es el único que nunca vacían, más si pican con un afilado trinche, pero bien valía la pena soportar unos piquetitos por ver a la cabecita de cebolla restirar sus arrugas al sonreírle y sentir sus roladas manos acariciar su espalda cuando lo abrazase.

Con tal motivación se animó a fugarse la noche del nueve de mayo, logrando salir ileso y caminar por las apenas transitadas calles rumbo al barrio de la Salud, donde se ubicaba el lastimero cuartucho de vecindad hogar de la venerable Jechu. La anciana lloró de gusto al ver a aquel hombre que llegó triunfante a entregarle mil quinientos pesos que juntó de su supuesto honorable empleo.

En la madrugada del once, sin hacer ruido abandonó la vecindad, no sin antes tomar la desinflada pelota que los inquietos chamacos dejaron abandonada por el patio; al presentarse a las puertas del presidio ante los celadores, cínicamente al entrar exclamó, “¡es que se nos fue la pelota, pus… me mandaron por ella!”

Por este hecho se aventó seis meses en la “Loba”, una celda sin luz ni agua potable que se encuentra tres metros bajo el nivel de la superficie, pero para el Cocaleca, el castigo valió la pena, pues a cambio pudo disfrutar un día con mamá. La última vez que supe de este singular personaje, fue un sábado de Gloria cuando financiado por cierto grupo, llevó al acto litúrgico el busto de Jesús Malverde a bendecir, y aprovechando la ignorancia del párroco, se ganó unos pesitos para sobrevivir en sus ya 84 años.