jueves, 28 de octubre de 2021

Something creepy.

Mucho antes de que existiera Siri o Alexa, la niñez de los noventas contaba con Los Furbys, que eran unos muñecos afelpados con cierta inteligencia artificial, o sea, no eran tan listillos, pues su programación básicamente consistía en una simulación de aprender a comunicarse con sus dueños, vendiéndote la idea de que con el tiempo estos juguetes adquirían un carácter y personalidad propia, tanto así, que la Seguridad Nacional de nuestros vecinos del norte prohibió la venta de estos simpáticos juguetitos en 1999, dizque porque eran capaces de memorizar y repetir las palabras que escuchaban, llegando a considerarlos como complejos dispositivos de espionaje.


Al principio, estas figuras hablaban su propio idioma “Furbish”, obviamente que la mercadotecnia con tal de vender más – ¡no marches, 27 millones de unidades en 1998! –, opto por sacar al mercado Furbys que platicaran en el lenguaje de cada país. Ahora que se aproxima la fecha de El Día de Muertos, viene a mi memoria miope, cuando a mi primito, por su cumpleaños le regalaron uno, recuerdo que era en color azul celeste con el pecho amarillo, y que cuando lo desempacó luego de colocarle las baterías, fue un lio hacerlo hablar, únicamente abría y cerraba sus redonditos ojos y daba chacamotas. Luego cuando se le ocurrió llevarlo a la primaria, durante las clases empezó a hablar a tal grado que fue a parar a la dirección de la escuela.

El juguete durante todo el día ni una sola palabra decía, pero en el silencio de la noche no había forma de callarlo, entonces, mi tío harto de estar harto, una madrugada le quitó las pilas, regresando así la tranquilidad. A los tres días, cuál sería la sorpresota de que al llegar del trabajo ve al primito sentado en el suelo con El Furby riéndose de lo que este le platicaba, inmediatamente le pregunta a la tía si le había colocado las baterías, ella respondió que no, molesto se dirige al chamaco regañándolo, al entregárselo descubre que el juguete en su interior no traía las pilas… Esa noche no pudieron dormir de la siniestra experiencia vivida, mientras en la fría noche de ese 31 octubre, el juguete era transportado por el camión recolector de basura, ya sin su peluche –que la neta lo hacía ver más espelúznate–, pero, entre la montaña de desperdicios aún se le escuchaba hablar.

jueves, 21 de octubre de 2021

El derecho a la educación media superior.

Desde 2012 la enseñanza media superior forma parte de la educación obligatoria en el país. La decisión, además de establecerlo, fijó diez años como plazo para la universalización del acceso. Cuando el tiempo se acerca, se observan progresos tímidos, porque todavía se quedan fuera 25 de cada 100 adolescentes en edad de asistir al bachillerato. De acuerdo con las cifras más recientes publicadas en un artículo de Victoria Heredia, profesora de la UAL en mayo del 2020, en nuestro País, el promedio de alumnos que concluyen sus estudios de nivel medio superior es de 68%, y los que la abandonan 32%. La cantidad de mal llamados “desertores”, refleja las dificultades para que las escuelas puedan retenerlos con pedagogías adecuadas, planes y programas pertinentes y políticas institucionales sensatas; pero también, y en gran medida, la insuficiencia de las políticas sociales y del modelo económico que distribuye selectivamente la riqueza y desvergonzadamente la pobreza.

Con las tendencias que hoy se aprecian, la meta de universalizar la educación media superior es imposible, incluso en estados como Colima, con un acceso levemente mejor. El problema, entonces, es doble: por un lado, lograr que todos quienes tienen la edad para cursarla, puedan inscribirse a un bachillerato, permanecer allí y terminarlo en el tiempo establecido. El otro, de cuyos rasgos ya tenemos evidencias, es la calidad de los aprendizajes que obtienen a su paso por las escuelas, solo basta echarle una mirada a aquellos fascículos informativos de los resultados del Plan Nacional para la Evaluación de los Aprendizajes (PLANEA).

Cantidad y calidad, en la tercera década del Siglo XXI, son todavía un reto complicado que el Estado mexicano ha sido incapaz de superar, pero que pone en jaque la concreción del derecho a la educación para millones de mexicanos. Frente a ambos retos no puede haber medias tintas: no resolverlos es un atentado crucial a las posibilidades de siquiera aspirar a una vida digna.

Qué hacer frente a esta condición crítica que ostenta la educación media superior no es pregunta fácil. La diversidad del país, en muchos aspectos, vuelve improbable pensar en recetas universales y menos, mágicas. Los contextos de cada entidad y en su interior, de cada región, de cada subsistema o institución, obligan a diseñar políticas distintas, sensibles y basadas en evidencias. Qué hacer admite, primero, buenos diagnósticos, luego reconocer avances, identificar dificultades y definir proyectos alternativos. El país no puede lanzarse en aventuras delirantes e insensatas. Los avances, siendo magros y desigualmente repartidos, existen, como hay esfuerzos genuinos, valiosos y encomiables en todas partes. Eso es imperativo: reconocerlos y alentarlos.

Profundizar los progresos, colocando a las escuelas en el centro de la acción educativa, pero tomando como la bandera que los profesores y directivos asuman a los aprendizajes como la savia vital; aprendizajes en todos los sujetos, no solamente en los estudiantes.


En el orden estructural, se precisan presupuestos extraordinarios. Muchas escuelas de media superior, en especial las que fueron impulsadas por el sexenio pasado (telebachilleratos) funcionan en condiciones precarias, en contextos depauperados y regímenes laborales inaceptables. En los telebachilleratos, como en los centros de educación media superior a distancia (EMSAD) se repite una desgracia que atraviesa todo el sistema educativo: la educación más pobre la reciben los últimos en la escalera social que llegaron apenas a arañar la inscripción a un plantel.

Los desafíos y alternativas existen también en el ámbito de las escuelas, no todo es responsabilidad de los políticos y los gobernantes, ni de quienes toman las decisiones de mayor alcance, pero su rol será decisivo para el futuro de la educación media superior y de los millones de mexicanos que hoy, y en los próximos años, llegarán a las aulas para cursar un buen bachillerato o solo para ser desterrados a la exclusión social.

jueves, 14 de octubre de 2021

Letras prohibidas.

Frank Zappa cierta vez dijo que las pretensiones de censura en su país eran como querer quitar la caspa decapitando a la persona, sus vecinos de por acá no nos quedamos exentos de tales prejuicios, un claro ejemplo es el que aborda Federico Arana en su libro: Guaraches de Ante Azul, donde menciona que el bolerista cubano José Antonio Méndez cambio la siguiente letra de su canción: “Renuncio a Dios porque al tenerte yo en vida. No necesito ir al cielo…” haciendo el remiendo puritano de: “Bendito Dios porque al tenerte…”; debido a las inquisitivas intenciones de quienes intentaban fomentar las sanas y buenas costumbres en nuestro país, esto, orillo a los primeros grupos de rock mexicano a realizar adaptaciones simplonas e inocentonas, modificando la letra original de algunas canciones del rocanrol de los sesenta por otras que contaran con la aprobación eclesiástica de la sociedad.

Así nos encontramos que Good Golly Miss Molly de Little Richards narra las peripecias de una sexoservidora que chambea un titipuchal, se le llamó La Plaga, cuya letra en español trata sobre una chamaca que baila tan bien que el cantante enamorado de ello, solo quiere llevarla al altar. Otra canción de Ricardito -como le decían al Arquitecto del rock and roll, en Tierras Aztecas-, Tutti Frutti, en la que se alardea de las habilidades sexuales de sus amantes con textos libidinosos como “boy, you don´t know what she do to me”, que se traduce como “chico, no sabes lo que ella me hace”, en la letra mexicana, se convirtió en la historia sobre un joven que le ofrece a su novia helados de sabores para demostrar su amor. Enrique Guzmán en su traducción de la canción Boney Morony, del músico Larry Williams, en donde la letra original incluye textos sugerentes como: “Oh how happy now we can be, making love underneath the apple tree”, opto cambiarlo por “Popotitos no es un primor, pero baila que da pavor, a mi Popotitos yo le di mi amor”.


Irónicamente con el arribo de los roqueros bilingües a principios de los setenta, los autores al escribir las letras en el idioma de Shakespeare se dieron vuelo, ahí tenemos el rasposo tema Nasty Sex, de La Revolución de Emiliano Zapata, en donde se canta: “Can’t you see that this kind of sex is gonna let you down?” o la rolita Easy Woman de El Ritual con fragmentos como: “I wanna-wanna touch your skin now, I wanna-wanna feel your legs now. Take it from me!”, y que por ignorancia de quienes examinan el contenido de las canciones nunca se suprimieron o modificaron su contenido, convirtiéndose en las favoritas de la radio y de programas de televisión, es más, hasta Raúl Velasco alguna vez los invitó a Siempre en Domingo. En fin, si alguna vez pensaste que las canciones eran el ágora de la expresión, no caíste en la cuenta de que el contenido de sus letras se vería amenazadas por diversas formas de censura a lo largo de los tiempos. Algunas en la actualidad tampoco están exentas de esa lacra.

jueves, 7 de octubre de 2021

Un afilado eslabón.

Es un sábado cualquiera, de pronto la cotidianidad se rompe gracias a los acordes de determinadas notas en la escala musical de una flauta de plástico bicolor –dicen que el Dios Pan de la mitología griega poseía un instrumento musical semejante a ese–, cuyo sonido anuncia a varios puntos de la geografía urbana, el arribo a las empedradas calles de la colonia del afilador, como siempre montado en su bicicleta lechera que en lugar de pintura en su estructura metálica, la recubre polietileno de varios colores, así como las bolitas que suben y bajan en cada vuelta de las ruedas.

Cual flautista de Hamelín, amas de casa, trabajadoras del hogar y chiquillos juguetones salen tras de él, las dos primeras a solicitar de sus servicios, mientras que los terceros lo siguen por simple curiosidad; quien firma lo que escribe al escucharlo experimenta la nostalgia de su sonido que se equipara en mi memoria miope a la campanita de la máquina de escribir al llegar al final del rodillo y al silbato del tren que fueron devorados por el monstruo de la indiferencia.


Artesano nómada que se rehúsa al olvido en tiempos modernos invadidos por la jodidísima cultura del consumo basado en el uso y deseche, sujeto que desafía la evolución tecnológica de las cocinas, gracias a esa ínclita labor de sacarle filo a los cuchillos y tijeras a través de la rueca de piedra que porta en la parte trasera de su medio de transporte, la cual hace girar con unos pedales, alargando así la vida útil de los citados utensilios.

Puedo finalizar comentando que este empleo heredado de generación en generación, es un arte debido a la destreza y precisión en el manejo del esmeril o que quienes lo desempeñan lo hacen con gusto y orgullo, pero lo más probable es que estaría aludiendo a una ilusión de mi parte, pues, es en realidad la fuente de ingresos de quienes lo practican. El día en que ya no los escuchemos por nuestro barrio o colonia, correríamos el riego de perder un trozo del eslabón en nuestra identidad.