jueves, 23 de febrero de 2017

Argüende o verdad

De acuerdo a datos extraídos de la Estrategia Digital Nacional de la Presidencia de la República, nuestro México lindo y querido ocupa el tercer lugar a nivel mundial entre los países que más utilizan las llamadas redes sociales, además de que su uso se asocia al nivel de estudios, o sea, entre más formación académica tenga la persona, mayor el tiempo que se cuelga de la red, pero yo veo igual a gente con formación y sin ella hipnotizados por sus celulares, es más, hasta le dedican un promedio que varía entre siete horas y 14 minutos, ¡no se hagan que la virgen les habla! Pues también cuenta hasta ese ojo al gato y el otro al garabato que le echan a cada ratito a su cajita idiota con tal de saber las novedades que colocan los contactos en sus muros, inbox, etcétera.

Años atrás -¡ya vas a empezar con que cualquier tiempo pasado fue mejor!- leíamos las noticias en los periódicos y sabíamos la fuente de origen o citaban la agencia que la distribuía que bien pudiera ser buena o mala, todo dependía de la reputación de la misma, en la actualidad con el uso de la Internet uno ni sabe si la noticia recibida es arguende o verdad. De hecho la semana pasada estando en una reunión de trabajo recibí un mensaje donde se confirmaba que al siguiente día WhatsApp cobraría 0.37 centavos por cada envío, y para evitar que esto sucediera debía reenviar ese mismo texto a más de 9 personas, de entrada reconozco que fue una pinche grosería de mi parte el leer tal idiotez en plena asamblea y por otro, la verdad que se me hizo una total falta de respeto a la inteligencia de los usuarios de esta aplicación, pues como dijo una vez el filósofo y escritor italiano Umberto Eco, que gracias a las redes social ya no sabemos diferenciar la fuente acreditada de la disparatada, razón por la cual muchos llegan a considerar cierto todo lo que se dice por ahí.

Basta recordar aquel video que se difundió en Internet, donde una figura del “Niño Dios” de las que se colocan en los nacimientos navideños es movida por una persona al son de una canción -¡si es que se le puede clasificar así a ese ruido!- llamada “Pasito perrón”, generando controversia entre los creyentes católicos al grado de que alguien publicó fotografías de sacerdotes con la leyenda de que pedían cárcel para el autor del video, tal afirmación fue desmentida por las autoridades eclesiásticas, lo único que ellos desaprobaban era que se llegara a tomar a la figura religiosa como juguete -chin mis amiguitas de la infancia que hacían que su Barbie lo adoptara para cambiarle los pañales, ahora con eso lo más seguro es que el averno las espera, ¡allá nos vemos!

Mientras sean peras o manzanas, ten en cuenta que es posible que en tiempos de escasez de recursos o falta de reconocimiento y gloria caigas en el mensajito ese que si escribes en un cuaderno a renglón seguido y sin pasar raya “sí merezco abundancia”, todo lo desarreglado en tu vida se reparará, ¡ñaaa! Hasta crees que recibirás un mantra con el que saborearás las mieles del triunfo, déjate de cuentos y mejor redacta en tu cerebrito: “No merezco ser la guasa de alguien”.

jueves, 16 de febrero de 2017

¡Montoya no es Abelardo! (Segunda parte – ¡vaya, hasta que por fin!)

En los setentas y ochentas, las canciones de los niños eran como un estate sosiego, imagino porque a las abnegadas mamitas les había fallado su difusa idea de psicología infantil, digo, yo nunca me creí eso de: “¡m´hijo, vamos a jugar a limpiar tu cuarto!” Óigame, uno era niño mas no imbécil, al igual que cuando querían que tomaras la medicina bajo el argumento que eran chocolates y que las vacunas no dolerían, pero somos culpables de que las pastillotas amargas que nos negábamos a tragar nos las hayan cambiado por supositorios y peor, que siempre al abrir el refrigerador, ahí junto a los blanquillos, se encontraban al acecho.

Es más, ni era cierto que vivíamos en la edad de la inocencia, pues disfrutábamos al límite las cosas, de hecho, nuestro lema era: Frutsi, Marinela y Burburock de Odisea Burbujas, pues igual disfrutábamos de un pan dulce llamado Negrito, sin ningún prejuicio racial que leíamos los comics de Memín Pinguín e incluso llegamos a comprar una figura de tan singular personaje en cierta posición que en esos tiempos no era motivo de escándalo. La verdad, la justicia y el interés por las ciencias fueron inculcados por Kalimán y Los Supersabios. Nuestras actividades lúdicas eran la onda, mientras las niñas se entretenían jugando a saltar sobre un resorte que estiraban tal cual lo harían más adelante con la vida conyugal, los niños aprendimos a través de las canicas a hacerle chiras pelas a esa misma vida.

Los circos eran espectáculos con animales de verdad y personajes de la televisión que no lo eran, ¡por favor, un Tarzán con sandalias, Superman anémico volando gracias a los cables que sujetaban su arnés y el Hombre Araña con un traje tipo pijama! Nadie se las creía. Al igual que ahora, en aquellas épocas no había mayor fraude que las rifas de raspadito, donde con una moneda de a tostón rascabas el corrector blanco sobre una cinta que cubría el papel con números y ¡zas! Siempre te sacabas los colmillos de vampiro que terminaban todos ensalivados en lugar de la máscara de Blue Demon que con tanto ahínco añorabas.

Cuando uno se portaba mal, según la opinión de cualquier adulto, existía un castigo pior e incluso era preferible someterse a una terapia de chanclazos a que te prohibieran ver el lunes el Chavo del Ocho, neta, era 100% tortura psicológica de la cual hasta la fecha sigo asistiendo a rehabilitación. Al igual que por la efervescencia del nacimiento de Tohuí, compraste el casete de Yuri por la canción “El Pequeño Panda de Chapultepec” y te das cuenta que las demás rolitas del álbum Llena de Dulzura, tratan de puro despecho no apto para gente de tu edad.

El fin de mi infancia llegó ese 25 de enero de 1984, cuando en el programa Contrapunto de Jacobo Zabludovsky, el Santo expresando su opinión sobre si la lucha era circo, maroma, teatro o deporte, se quitó la máscara volviéndose ordinario y dejando a un chamaco indefenso ante las momias y vampiras que empezaban a pulular. Para rematar, Abelardo de Plaza Sésamo se transforma en loro amarillo, es decir, hicieron una mixtura entre Montoya y el entrañable dragón emplumado, a partir de ello, la niñez no es como la viví, es como la imagino en cada recuerdo.

jueves, 9 de febrero de 2017

¡Montoya no es Abelardo! (Primera parte – ¡no manches, todavía hay más!)

Al redactar esto estaré siendo bien híper cursi, pero para mí el evocar la infancia provoca un suspiro de esos que hacen que al corazón le dé laringitis. En la época de mi niñez, como ya se han de imaginar, no había You Tube, sólo contábamos con dos opciones en la televisión: verla o apagarla, si éramos de los que elegían encenderla, todos veíamos la misma programación, siendo lo más chingón el comentar entre nosotros las tramas de las caricaturas y series poniéndole más cosecha nuestra que de lo que trataban en realidad.

Mientras la formación académica de la escuela era reforzada con el programa de Plaza Sésamo, tanto para los que asistían a clases como para los que no, recibiendo instrucción sobre las dimensiones y figuras geométricas, así como adentrarnos en cantidades numéricas gracias a la didáctica de Archibaldo y el Conde Contar; ahí conocí a Abelardo, quien en su primera versión era una especie de dragón de 2.5 metros -¿neta? Bueno, yo a esa edad así lo veía-, con plumas y una voz como de alguien aflojerado, después nos lo catafixiaron por un loro verde llamado Serapio Montoya, que la verdad no sustituía para nada al dragón emplumado que comía semillas de calabaza, ¡ah como molaba por saborearlas!

A pesar de que eran tiempos analógicos contábamos ya con la tercera dimensión a través del View-Master, una especie de visor en color rojo o azul en el que se introducía un disco con diapositivas y que nos lo rentaba un señor por un peso –de los de a deveras– a la salida de la primaria, al igual que con los cromos que se incluían en el sobrecito del chicloso Ko- Ri. Las diferencias de clases eran como siempre notables, las niñas “bien” jugaban con Barbies importadas y mis amiguitas con muñecas de trapo que les confeccionaban sus jefecitas, nuestro juego de mesa era el Turista, que podría ser mundial o nacional, mientras los juniors se divertían con el Monopoly, wee. Además era más chido inventar nuestras propias reglas que chutarse tooodaaas las pinches instrucciones del juego, basta recordar al burro empanzado o pamba al que pierda.

Nosotros escuchábamos mucho la radio, en ese entonces existía una estación en cierto espacio del cuadrante de Amplitud Modulada, llamada Radio Juventud, que transmitía un programa intitulado “La Hora de los niños” –sí, así se llamaba pues aún no salían con su mamarrachada de chiquillos y chiquillas, donde nos deleitaban con canciones propias de nuestra edad –ajá, con Parchís interpretando “me gustas mucho” la de Juan Gabriel, ta´bien, era para la chaviza precoz–, algunas con letras que reafirmaban el trauma ocasionado por la pérdida de la progenitora de Bambi, como esa de Cepillín de “Un día con mamá”, cuya letra incluía frases como: yo no sé por qué mamá al cielo tuvo que ir, a papá le voy a pedir que me deje ir con mi mamá, nomás de escucharla se me ponía el ojito blanco como Candy, otra igual de traumatizante era la Gallina Co-co- gua, plumífero que su cacareo era simplemente el llanto de tristeza porque de pequeña la abandono su madrecita, ¡y cómo no querían una infancia melancólica y marchita con tan lacrimosas letras!

jueves, 2 de febrero de 2017

El olor de la guayabilla

El fin de semana pasado mientras arreglaba el pequeño trecho de jardín que se ubica a un costado de la cochera -a pesar de no tener vehículo, bueno, yo no tengo la culpa que en el diseño de la casa la incluya-, al mismo tiempo que mi vecino estudiante de filosofía lavaba su lujoso coche, de pronto mi atención se centró en un señor que propulsaba una carretilla de esas que se utilizan en la albañilería hasta el tope de guayabillas, mientras una niña como de seis años gritaba “¡bolsa de guayabilla a diez pesitos!”

La señora de al lado presurosa abre la puerta pidiendo una, el hombre detiene su paso y la niña con su manitas coge una bolsa para entregársela, mientras el señor recibe el dinero, lo guarda en su bolsillo levanta la carretilla para impulsarla nuevamente y partir cuesta debajo de la colonia, por su parte, la pequeña continúa ofertando el producto a gritos por la empedrada calle, pues aún queda mucho que recorrer para terminar las 150 bolsas de ese día. El ama de casa admirada, compara el precio del producto recién adquirido con los ofrecidos en el mercado, concluyendo que es una ganga e incluso existe la probabilidad de que quienes lo venden ni obtenga ganancias a favor.

Por su parte, el alumno de filosofía, aplicando almorol a las llantas para revestir aún más el lujo de su moderno automóvil, en su amueblada cabeza ronda la reflexión sobre los gritos de la niña, que para él, son una especie de reclamo a la canija vida, ya que cada mañana que salen les espera un largo y asoleado día, que por las noches factura cansancio el cual produce un intenso dolor tanto de garganta como de piernas que no le dejan dormir, pese a que la rueda de la carretilla gire durante las diversas jornadas, el destino permanece inerte ante el hoy que comienza en cada camino, los pasos que la alejan son los mismos que la acercan a su hogar donde sabe que la precariedad y falta de alimentos aún viven ahí.

Haciendo a veces zigzag en el caminar, el vendedor sopesa con sus roladas manos el medio donde transporta las guayabillas, mientras hace un esfuerzo por conservar el equilibrio ya que en cada brinco provocado por el empedrado, las frutas se apretujan despidiendo su característico olor, que le hace planear para mañana regresar con el gancho a cortar más de los árboles que abundan en el camellón y comprar bolsas en la abarrotería de Chano, al fin que sólo le cuestan unos cuantos pesos. Así como ellos, en este 2017 es como muchos se la rifan, año en que la calidad de vida de una persona se mide por el precio de la gasolina, lo que hace que el empleo más caro sea el de traga fuego.