jueves, 28 de abril de 2016

Alcoholemia

La primera y única vez que consumí alcohol fue a los 12 años cuando me bebí un jarro de rompope que mi abuela reservaba para compartirlo con todos sus nietos después de la comida, a los diez minutos entregue el cuerpo a Morfeo y al despertar experimenté un fuerte dolor de muelas en la cabeza, ¡ouch! Santo remedio, pues desde esa fatídica vez no he vuelto a consumir ni una gota de licor – ¡los chocolates y bombones alcoholizados, así como la homeopatía no cuentan, he!

Por tal razón para realizar este texto recurrí a un experto libador, que curiosamente nunca ha desembolsado centavo alguno para consumir unidades esenciales e indivisibles de materia etílicas en una farra. Gracias a que es fiel devoto al rebaño sagrado por antonomasia la mayoría de la gente civilizada lo conocen como “la Chiva”. Este ínclito señor que cuando te mira a los ojos posa su vista sobre tu hombro izquierdo debido al efecto ocasionado por un brebaje de cebada fermentado y espumoso que erróneamente en nuestro país lo disfrutan frío, quien con base a su vasta vida de incróspido que le ha retribuido ser un adolescente de 68 años, me hizo una disertación sobre las diversas etapas que un individuo muta en su personalidad según los niveles de alcoholemia.

Quienes practican el ejercicio de mantener el hígado en forma –¡de esponja, claro está!–, y saben que si el pistear fuera una enfermedad venderían chilaquiles en las farmacias, al arribar a cualquier antro, el ambiente de éste es directamente proporcional a la liquidez económica de la cartera, es por ello que no hay mejor pretexto para consumir los primeros tragos que con la cena en ese lujoso restaurante, así la conversación se ameniza y se vuelve agradable, entrando con ello a lo que se denomina la primera etapa.

Entre questoquelotro, salucitas con sus clásicos sonidos de cristal al choque de los recipientes que contienen el aguardentoso néctar se adentra en la segunda etapa, cuando la justificación amerita otra ronda porque los amigos son impresionantes y las pláticas van subiendo de tono –igual algunos hablan como si tuvieran micrófono integrado–, pasando de anecdóticas a superación personal. El umbral de la tercera etapa es acompañado de una total crisis existencial, externando cuestiones como: ¿sabes lo que pienso? ¿Lo qué pienso de veeerdaaaad? ¡A chintolo, ni que fuera Kaliman! Sacando a relucir aquellos resquemores que los llevaran a considerar dos opciones, una de ellas es ir al baño a lamentarse llorando sentado en el retrete y la otra es reproducir la onomatopeya producto de la acción de expulsar sustancias viscosas a 37° por la boca.

Luego siguen los retos, las interminables apuestas por demostrar superioridad, pasando de ser amigos a competidores, con la insistente prueba de tomar todo el contenido de un vaso sin respirar ni parpadear bajo la consigna de que si lo hace cualquiera de los perdedores va a ir directito a incomodar a la autora de sus días. Como resultado de tales competencias se adentran en la cuarta etapa, pues por arte de magia se vuelven solidarios con los fracasados llegando a niveles de cariño casi carnal, después de los besos y abrazos nada mejor que convertir cualquier canción en karaoke y sacar el chorro de voz.

En la quinta etapa el cansancio de la jornada laboral presenta factura con la llegada del sueño, es momento de ponerse de pie, pero el tiznado suelo no deja de moverse como si fuera sismo oscilatorio, además bien sabes que bajo este estado es imposible realizar esa acrobacia de “hacer un cuatro”, entonces sin complejo alguno los abrazos son el apoyo para dar un pequeño paso para el hombre y un gran salto para el exterior.

A temprana hora del siguiente día seguramente tu cuerpo entrará al credo, especie de estado entre la cruda y lo pedo, después recurrirás a mil y un remedios inútiles para curarte del síndrome existencial al que todo dipsómano conoce como cruda, más levantaras tu animo con el argumento de que lo que no mata te hace más fuerte, lo cual te dará alientos para ponerte briago en la próxima oportunidad que tengas.

jueves, 21 de abril de 2016

La frontera

Una frontera bien pudiera definirse como el confín de algo o los límites. Siendo esta última acepción la que nos lleva a imaginarnos ciertas franjas que indican hasta dónde es posible llegar o acercarse al final en algunos puntos. Esas divisiones que a veces son de escasos centímetros y que a la vez separan tantas cosas, dibujos que se aprecian sencillos en los mapas, pero que nos hacen tener una infinidad de problemas, pues son capaces de generar diferencias políticas entre países.

En el mundo animal, los perros con tal de evidenciar hasta dónde abarca su territorio, lo circundan con su orina, algo así como el proceso de polinización de las abejas para lograr perpetuar su reproducción, solamente que en lugar del polen es la pipi canina y las abejas los postes o llantas de carro. El gato para fijar hasta dónde llegan sus límites, roza el peludo cuerpo y deja su esencia para que otros felinos sepan quién habita en esa casa.

Así como los países cuentan con limítrofes, los animales los imponen, los seres humanos también marcamos hasta dónde es posible que sepan quiénes somos en realidad, actitud que nos hace volvernos polifacéticos, y no hago alusión precisamente al hecho de poseer la capacidad de realizar distintas actividades que se asocian a perfiles diferentes. Más bien, me refiero a esa argucia que recurrimos para aparentar lo mejor de nosotros. Definimos incluso límites en la amistad, pues quienes nos conocen no saben en realidad quiénes somos.

Parece ridículo, pero de tan esquivos que solemos ser ante los demás con tal de que no sepan quiénes somos en realidad nos olvidamos hasta de saber nosotros mismos lo que queremos ser, es decir, somos mojados de la frontera de nuestra propia persona, pero no por ser indocumentados, sino de tanto trauma de que la vida ha sido injusta con nosotros. Pero muchas de esas injusticias son el resultado de nuestros prejuicios, que se fomentan a través de repetir fórmulas y recetas con las cuales nos mantenemos en los pensamientos y actos de los demás.

Es precisamente bajo esa motivación que aparentemente abrimos nuestras fronteras para dar unos “sabios consejos”, realizar favores, prestar dinero o hacer regalos, pero, cuando los consejos no se siguen al pie de la letra, no existe ningún agradecimiento por los favores recibido, lo prestado nunca es devuelto o lo regalado no es utilizado como deseábamos, nos ofendemos y nos cerramos herméticamente, instalando a los agentes de la patrulla fronteriza del orgullo para que impidan el ingreso de cualquier invasor.

Entonces, lo más fácil, seguro y práctico es implementar una aduana que regule, controle y fiscalice a todos aquellos que forman parte de nuestro acontecer diario, dejando de ser un tránsito social y restringiendo a quienes pudieran dañarnos o extraditando a esos que les dimos la visa y por exceso de equipaje nos agobian. Si nos escandalizamos de que los vecinos del norte intenten aislarse con un muro, uno es peor aún, es más, de tan cerrado que a veces llego a ser hasta me atrevo a pintar mi raya en el agua como dice la canción, con tal de que todos me conozcan pero no sepan quién soy en realidad.

jueves, 14 de abril de 2016

Death Proof

Es medio día de este primaveral mes, aun no supero las inclemencias del horario de verano, lo único que sí estoy consciente es que al sol parece no importarle, pues su brillo cega más que siempre y el calor que produce es insoportable; en un intento por evadir el suplicio del clima y andando cerquita de la central de Los Rojos, hipoteco mi actitud regiomontana y opto por viajar en taxi, hoy el volvo y el mercedes de la ruta diez serán descartados.

Arribando a la base del citado autotransporte, quedo estupefacto al observar la enorme fila de usuarios que tuvieron la misma idea que yo, según rumores tal hilera es debido a que en ese momento los choferes hacen el cambio de turno y mientras lo lavan – ¡por fuera, pues a veces el interior es un asco! –, realizan el corte de las ganancias y chacotean con su colega, el servicio escasea. Un hombre de vestiduras anacrónicas que se asemeja más a un náufrago, es quien a gritos pone el orden entre los ahí presentes, además de designar el turno de los usuarios para abordar las unidades que esporádicamente llegan.

Antes de que el cliente suba al coche, este singular personaje lo interroga para saber el lugar a dónde se dirige y al enterarse grita a la fila si alguien va por el rumbo, quienes levantan la mano se trepan en la misma unidad sin importar el orden que ocupaban en la extensa hilera. Antes de partir, el ruletero compensa al andrajoso con una moneda que seguramente recuperará al cobrárselo a cualquiera de sus pasajeros, pues a pesar de haber convertido en colectivo un servicio individual, el costo será por cada viaje.

Para colmo de mis males, el chafirete del carro en el que viajo desde que lo abordé no ha dejado de hablar por celular, el reproductor de audio ambientiza con canciones guapachosas a volumen moderado, a veces la radio de banda civil esporádicamente deja escuchar uno que otro improperio de los demás conductores que chorean la jornada laboral como analgesia a su aburrimiento sin importarles ser escuchados por los usuarios. Mientras somos llevados, el chofer por el retrovisor no deja de observar a la curvilínea enfermera que va en el asiento trasero y continúa en la charla a través del teléfono; sin importarle nuestra seguridad se pasa dos altos, se detiene disminuyendo la velocidad y aplicando el freno de mano, estacionándose en lugares prohibidos para bajar a los pasajeros argumentando que es donde el cliente pide, ¿y los agentes de vialidad? Lo más seguro es que estén conquistando a la chica de algún negocio de comida rápida mientras degustan de la torta.

Antes de llegar a mi hogar, sólo quedamos un servidor y el joven de camisa interior, bermuda, paliacate en la cabeza, de brazos y cuello más rayados por los tatuajes que los baños de la central camionera, motivo por el cual tomo mis debidas precauciones decidiendo descender del vehículo dos cuadras antes de mi domicilio, caminando nuevamente bajo el inclemente sol.

Así como yo, muchos más utilizamos este servicio de transporte público, viviendo infinidad de anécdotas, en autos a veces sin luces ni frenos, con conductores que no sabemos si trabajan bajo el influjo de algún estupefaciente que los hace creer que están en alguna escena de la película Fast & Furious o en el peor de los casos, se pongan violentos y agresivos porque nos oponemos a que nos quieran ver la cara con las tarifas que inventan, soportar sus delirios de grandeza y la paranoia que a veces se cargan, razones por las cuales quienes viajamos en taxi experimentamos que estamos expuesto a prueba de muerte.

jueves, 7 de abril de 2016

Los ejes de mi carreta

Sus ojos están observando las letras que el cerebro percibe y decodifica mientras lee, hoy por vez primera este escrito se hará tangible, podrás tocar las palabras aquí redactadas las veces que se te antojen, es más, cada idea tomará forma. Hasta ayer cuando pensé en cada uno de los párrafos, eran reales. ¡Claro, en el sentido de todas las realidades que a mí conciernen! Pues consciente estoy de que se puede hacer real un sentimiento únicamente por el hecho de leerlo.

A lo largo de cada uno de los textos que he escrito, el lector se apropia de las palabras que al imaginarlas las transforma en realidad. Entre sarcasmos, mensajes serios y chascarrillos, más desatinados que ocurrentes y menos constantes que repetitivos. Pero con todo y mis vergonzosos errores, ustedes y yo volvemos a vivir lo que imaginé, lo que fui en una época o lo que desearía haber sido. La memoria miope recibe el flashback de ideas que en mis tiempos fueron “mejores”, llegan recuerdos o viñetas de lo que desearía hubiese ocurrido, intento plasmarlas por escrito y las comparto con ustedes, como las que a continuación viviremos.

Hace mucho tiempo, cuando no existía el caluroso asfalto por las calles del barrio donde nací, cuando cada acera de las banquetas las separaba un alineado empedrado donde crecía la verdolaga con otras hierbas, y aún el tránsito vehicular no era kamikaze como el actual, su inseguro servidor en las épocas de la infancia –días en que tenía tiempo de sobra, es más, los años se me hacían de cuatrocientos días–, además de jugar charangais, sacar del círculo de arena las canicas con mi poderoso mosaico de flor, correr por la banquetas en el “¡tú la tráis!”, nos reuníamos una retahíla de chamacos en las empinadas y prolongadas calles de la colonia Magisterial, para competir en la carrera de carretas, algo así como el Grand Prix o las 500 Millas de Indianápolis, ¡aahhh (suspiro) bendita imaginación que nos hacía realidad los sueños!

El medio con el que participamos era una madera que a $ 25.00 pesos de los viejos adquiríamos en la carpintería de Don Ramón –el del estanquillo–, cuerda de ixtle y baleros bien engrasaditos que afianzábamos con clavos. La neta, nos sobraba ingenio, pues hasta les dibujábamos coloridos diseños con pintura de agua o el esmalte de uñas de mamá. Raudos gracias al impulso del compañero que empujaba o la fuerza de la zancada nos cubríamos de gloria al ganar el máximo trofeo que consistía en una bolsa de frituras de maíz aderezados con salsa endiablada y limón con su respectivo chesco bien frío, ¡Ah que agasajo era ser campeón!

Tal ilusión desapareció cuando una tarde el Tío Gamboín coartó nuestras aspiraciones de ingenieros automotrices al promocionar en televisión nacional la Avalancha Apache, ahora se producían al mayoreo poniéndose a la venta a un precio inalcanzable al bolsillo de nuestros padres, haciendo que las carretas de nosotros se transformarán en objetos de humillación y burla de los infantes pudientes, pese a ello, los ejes de madera con el chispeante balero muchas veces les ganaba a las carreritas para regocijo nuestro, pues con esto les pellizcábamos su orgullo en repetidas ocasiones a los presumidos juniors.