martes, 1 de abril de 2008

LIBERTAD DE CÁTEDRA… ¿INCONDICIONAL DE LA DOCENCIA?

La Libertad de cátedra corre el riesgo
de educar en una sola opinión.
En épocas de exámenes, uno como profesor se estresa demasiado; por un lado está la presión del alumnado por conocer sus resultados, por otro tenemos el aspecto administrativo de la institución que nos exige entregar a tiempo los concentrados de calificaciones, la cosa empeora si además le agregamos, que un docente para subsistir económicamente, tiene que impartir clase en cinco u ocho grupos, la situación crece de forma aritmética.

Como una especie de terapia, en los pasillos de la escuela entre compañeros docentes, intercambiamos experiencias para tratar de encontrar un analgésico a este hecho eminente. En una de esas charlas, cierto día un profesor me comentaba que para calificar sus pruebas recurría al apoyo de los estudiantes (ajenos al plantel evaluado y viceversa), para que le ayudarán en tal actividad, a fin de cuentas ni se conocían, por lo que se descartaba la posibilidad de ayuda mutua; otro me dijo que por la naturaleza de su asignatura, él simplemente les hacía ver una película, y mientras sus pupilos disfrutaban del séptimo arte, éste se dedicaba con ahínco a calificar sus pruebas; cuando a ambos les pregunte, qué sucedería si algún directivo les descubría en tan clandestina acción, sorprendentemente coincidieron en que apelarían a su derecho de libertad de cátedra.

No sé a ciencia cierta si existe una confusión acerca del concepto que en el ejercicio de la docencia implica la “libertad de cátedra”; si bien ha habido casos en los que a través de esta conquista en la enseñanza se justifican una serie de aberraciones como agotar a los discípulos con diapositivas, saturadas de información, pero escasas de formación; atiborrarlos de falacias, producto de nuestra ignorancia profesional; creer que libertad de cátedra es sinónimo de libertad de expresión: qué tal los improperios y el lenguaje obsceno en las clases o el proselitismo político, religioso y hasta deportivo, y lo que es peor abanderar idealismos inútiles y causas perdidas en pro del aprendizaje.

Habría que recordar que este concepto nace en el siglo XVII como una forma de desaparecer el dogmatismo que prevalecía en la enseñanza de las universidades europeas, pues en ese entonces la iglesia autorizaba a las instituciones educativas a transmitir la “verdad”, claro, la que a ellos convenía; y de no ser por ciertos estudiosos, eruditos y filósofos que cansados de tal represión optaron por difundir a través de la enseñanza formal el conocimiento científico, llevando así el verdadero saber a las aulas, esto me recuerda a la mitología griega de Prometeo y el fuego.

Cuando por fin este acierto en la práctica docente se mantuvo a flote, terminó desvirtuando su verdadera esencia; la enseñanza perdió lo catártico y se volvió algo personal, obvio y normal para quien la impartía. Fue como si a la educación le pusieran el piloto automático, con lo cual se disminuyera la autenticidad o peor aún la credibilidad de las asignaturas en los planes de estudio.

No hay que olvidar que para adquirir los criterios de la vida, casi siempre somos influenciados por otros, por ejemplo el que nació siendo pobre no puede pensar como rico, más si quiere serlo, porque precisamente ve en esa clase social otro modo de vida distinto al suyo, fruto de aspiraciones para muchos y nido de frustraciones para otros; además no puede ser cierto que se conjuguen al mismo tiempo dos criterios o modos de entender las cosas, lo obvio es que se excluyan y sean contradictorias entre si, y si llegan a converger en algún punto, precisamente es ahí donde finca sus bases el conocimiento; entonces la disyuntiva es: un objeto es blanco o amarillo, otra cosa es que parezca blanco o amarillo, así debiera de ser la enseñanza bajo el auspicio de la libertad de cátedra.

Las clases siguen igual a pesar de la libertad de cátedra, un individuo de pie hablando frente a “niños y niñas” que van desde los ocho hasta casi los cuarenta años de edad, por más de una hora, esta actividad por el mérito que le brinda la docencia, le confiere el derecho a ser un profesional confiable y la batuta del orden, disciplina y cierta credibilidad dentro del aula; en cuanto al dominio de una asignatura a pesar de que sus credenciales, pude o no tener relación alguna con el perfil de la materia académica que imparte, considero que esto empobrece más aun el sistema educativo.

¿Qué no es en las aulas donde se brinda la posibilidad de fomentar la creatividad de pensamiento, de sumarse a la búsqueda de alternativas nuevas de conocimiento? Es decir, formar ciudadanos con personalidad autónoma, no autómatas o robots que repitan como loros lo que les dicta el que “sabe”.

El principio fundamental de la libertad de cátedra radica en tres dimensiones, la legal que es respaldada por la institución, en donde se resguardan las técnicas de enseñanza; la educativa –creo es la más importante de las tres- donde manifestó su génesis; y la filosófica que conjuga la reflexión y el análisis que se debe de fomentar en los alumnos, para con ello gestar su aspecto crítico.

La libertad de cátedra es un derecho que salvaguarda nuestra Constitución para beneficio de la praxis docente, que se haya confundido con libertad de impartir clases es otra cosa, pues está legislado en materia educativa los contenidos que en ellas deben de abordarse, en lugar de jugar al ventrílocuo con los contenidos programáticos, hacerles decir lo que el docente cree o conviene, y así, mantener al rebaño perplejo. ¿Cómo una persona puede vivir tranquila a sabiendas que lo que enseña tal vez ni sea lo correcto?

Lo que significa entonces que la metodología del profesor debe adecuarse a los valores constitucionales, y lo mas importante respetar la dignidad del estudiantado. La dicotomía consiste en decidir entre lo que es correcto para enseñar y lo que es fácil para mí como profesor; o queremos que nuestros alumnos nos digan “mi libertad de aprender empieza, donde termina tu libertad de cátedra”.

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