jueves, 26 de octubre de 2023

Las canciones de mi madre.



Gracias a mi jefecita, surgió el enorme gusto que tengo por la música, ella desde nuestra infancia, para dormirnos o calmar nuestras inquietudes, cuando la acompañábamos al río a lavar la ropa de nosotros y de varios vecinos, nos cantaba un titipuchal de rolitas, igual cuando cocinaba y estaba en la máquina de coser confeccionado el vestuario a la medida de su clientela. Ese repertorio era algo ecléctico, desde Leo Dan, Julio Iglesias, Lola Beltrán, Rocío Dúrcal, Javier Solís, hasta su amigo de la niñez y paisano, David Záizar. Ya en la tercera edad, cuando la vida cobró factura en su cuerpo por lo trabajado, con su andar cansado se metía al cuarto de los discos y me pedía que le pusiera mi discman, aquel mismo que en la adolescencia me infectaba de frenesís, ahora a ella con su sordera le era útil.

En esos últimos años, sus canciones favoritas eran 2, la primera, aquella que en 1971 se volvió internacional, debido a la cantante folclórica argentina, Mercedes Sosa, “Gracias a la vida”, cuya letra poética es de la autoría de la chilena Violeta Parra, en la cual hace un repaso de lo que para ella significó lo más importante que la vida le dio. Violeta, la artista que aseguraba que cada ser humano era quien podía decidir el momento de su muerte, bajo esa idea fue que ella en 1967 puso punto final a su existir. Cuenta María Nieves Alonso, en un texto publicado por la Universidad Nacional de Chile, que cuando su paisano Pablo Neruda se enteró de tan trágica noticia, consternado escribió: “De cantar a lo humano y a lo divino, voluntariosa hiciste tu silencio, sin otra enfermedad que la tristeza”.

Mi madre a esta canción la consideraba una oración, un agradecimiento al Creador por lo que ella fue, imagino que si la hubiera escuchado cuando tenía bajo su guía el grupo bíblico de la Colonia Magisterial, la habría incluido en las alabanzas que cantaban entre una lectura y otra, tal como lo hizo con “Amor eterno” de Juan Gabriel y “Los sonidos del silencio” de Simon and Garfunkel.

La segunda canción, es de esas que al igual que la anterior, alcanzó el dominio popular mucho antes de que existiera la Globalización -por cierto, León Gieco dice que, en este tipo de sistema, olvidaron que en algún momento los globos de tanto aire se revientan-, de nuevo la interprete era “La Negra”, Mercedes Sosa, quien con esa “Voz de la Tierra Mecha”, interpreta bellísimo ese poema que hace alusión a quienes han bajado a las heladas tinieblas del dolor, como lo hizo Alfonsina Stormi, quien buscó mitigar su incansable sed de ternura en las aguas del Mar de La Plata hasta mitigarla, envolviendo las lágrimas con la espuma del mar, hasta perder la vida, y que gracias a la pluma de los argentinos Ariel Ramírez y Félix Luna, quedó inmortalizada en una hermosa zamba, llamada: “Alfonsina y el mar”.

Recuerdo que cuando le explique a mamá la historia de esta rola, ella se limitó a decirme: “Morir no es la peor tragedia, lo trágico es morir por adentro mientras se está vivo”. Hoy mi jefecita ya no se encuentra conmigo, lo más seguro es que esté en Albanta, observando pastar al Unicornio Azul, mientras yo rodeado de gente nefasta sueño con serpientes entre la civilización de la Playa Girón, con la esperanza de algún día irle a visitar y justificarle que pasaba por aquí, ningún teléfono cerca y no lo pude resistir.

jueves, 19 de octubre de 2023

¡Sálvate!



Octubre, mes de series de terror, que la verdad, este género nunca me ha gustado, es que esos repetitivos temas de los espíritus -que no son chocarreros-, zombis -que tampoco son de Sahuayo-, asesinos o tramas psicológicas muy rebuscadas y profundas, que están bien de
 pinche hueva, y, además de los avistamientos de ovnis en el cielo mexicano, descubrimiento de presencias extraterrestres entre nosotros, sumémosle los extraños huracanes con nombres de lista de cualquier escuela de por acá: Adrián, Beatriz, Norma, Calvin, Otis, Dora, Pilar, Eugene, Ramón, Fernanda, Salma, Greg, Todd, Hilary, Verónica, Irwin, Wiley, Jova, Xina, Kenneth, York, Lidia y Zelda.

Todo ese sinfín de sorpresas que este octubre nos hace vivir, no se compara al miedo que se distribuye de forma gratuita en las redes sociales, con sus vídeos que erizan los vellos, mensajes de audio tipo pódcast con acentos de “El Monje Loco” o “La Mano Peluda” y esos larguísimos textos sobre catástrofes que se avecinan. Por ejemplo, si un huracán o tormenta tropical se acerca, el primer aluvión que nos inunda los Gigabytes del teléfono son esos amarillistas mensajes que de tantos, con tan solo ver caer las primeras gotas ya queremos poner distancia de por medio, tal como sucedió la vez pasada, que antes de concluir la jornada laboral, mientras disfrutaba de mis sagrados alimentos en una de las diversas cafeterías que pululan, a mi lado pasa una secretaria corriendo con zapatillas en mano, segundos después varios del personal de servicios del turno vespertino raudos con rostros angustiados a tropel se abren paso, era una estampida en donde mis compañeros trabajadores huían al cataclismo que se avecinaba, choques de coches en el estacionamiento, personas cargadas de bolsas con comida y hasta con 10 paquetes de palomitas de Rigo; enormes filas en los checadores.

Era como si estuviera viviendo una escena de aquella película del director alemán Roland Emmerich, “2012”, pues se escuchaban gritos de ¡Apúrate! ¡Ay, cómo se tardan en apagar sus computadoras! Jefes que abandonan las instalaciones antes que sus subalternos, para no tener responsabilidad alguna les dejan las llaves pa’ que dejen bien cerrada la oficina y al final, en esta ocasión como dijera Chava Flores en su canción “ni un chisguete”, pero eso sí, por la tarde volvimos a los saldos de series de Netflix. Tiempo después, pero ahora con chubasco intermitente se repitió el caos, las prisas por irse, largas filas en los checadores, líos en el estacionamiento por intentar salir al mismo tiempo, y en mi desordenada cabeza surgió la pregunta, ¿la prisa era por salvarse o temían que los regresarán?



jueves, 12 de octubre de 2023

El que domina la mente, lo domina todo.

Durante la infancia me alucinaba un buen con los cuentos de Kaliman y sus extraordinarios poderes, como telepatía, telequinesis y levitación, por cierto, la frase más perrona de él, que aún la llevo grabada es: “El que domina la mente, lo domina todo”; ¡híjole! Cuando a través del programa “Para gente grande” que conducía Ricardo Rocha estuvo de invitado Uri Geller quien con su tacto doblaba cubiertos, terminé bien hypeado, igual cuando Luke Skywalke, estirando su mano movía los objetos sin tenerlos que tocar, era la neta.

¿A qué voy con todo esto? Resulta que hace unos días tuve la fortuna de probar esa frase tan chingona de Kaliman. Ustedes no están para saberlo, ni yo para contárselos, pero este artículo tiene su antecedente, pues por varios meses, al salir de casa para dirigir mis humildes pasos hacia la chamba, todas las mañanas encontraba excremento de perro a un lado de la puerta del cancel de su casa, que es la mía – ¿creo que la frase es al revés? -, entonces, un sábado decidí a espiar para descubrir que la mascota era de mis vecinos, quienes le abrían su domicilio, el animal, este muy ufano salía, hacía sus necesidades fisiológicas afuera de mi cancel, la señora le volvía a abrir para que regresara a su casa y ellos muy a gusto, mientras que a mí me tocaba limpiar las inmundicias.

Fue cuando recordé esas infalibles enseñanzas de mi abuela materna, como aquella vez que llovía a cantaros y con una sinfonía de rayos a tope, nos enseñó que con las toallas tipo turbantes en la cabeza evitábamos atraer las descargas eléctricas de La Madre Naturaleza hacia nosotros. Esta vez, ella, la mujer anciana que lavaba ajeno, a quien yo le ayudaba  llevando la ropa a entregar a las amas de casa de la colonia Magisterial por una Coca-Cola y la bolsita de Pizzerolas de Sabritas, me develo uno de los misterios de la humanidad más ancestrales y poderosos, que simplemente consiste en enganchar ambos dedos índices de la mano y hacer fuerza para que un perro no haga caca, y ahí estaba la mascota de mis vecinos caminando como charro con las patas arqueadas y sin salir nada por su esfínter, mientras sus ladridos se asemejaban a los maullidos de aquel pobre gato viudo -gracias Chava Flores, por el texto-, mientras mi vecina echándome su mirada de refrescar la memoria de mi Santa Jefecita, balbuceaba que me iba a demandar por maltrato animal.

¿Cuál maltrato? ¡Si ni siquiera lo había tocado ni insultado! Pero en el interior de mi desordenada cabeza, se escuchaba la voz del Hombre Increíble, ataviado con su casaca de seda, turbante con una piedra rubí al centro decirme: “El que domina la mente, lo domina todo”, mientras mi abuela allá en el barrio que hay detrás de las estrellas, orgullosa les presumía a los ángeles y serafines la proeza de su nieto.

jueves, 5 de octubre de 2023

Incluso en esos tiempos.



Los abuelos de mi generación eran además de sabios, todos unos farmacéuticos, recuerdo que cuando estaba mal de la panza y me llegaba “él corre que te alcanza”, inmediatamente mi abuela, compraba una gaseosa sabor limón que le echaba 3 cucharadas de almidón de maíz o preparaba un brebaje al que llamaba “Limonate”, que incluía café molido, jugo de 2 limones, granitos de sal y agua, ¡vóytelas! Santo remedio. Y es que los bolillos con mantequilla repletos de azúcar eran la neta, al igual que los churros con chocolate en agua, así como “Los Machitos” con chile de molcajete -por cierto, ningún colectivo se incomodaba-; es más, algunos sexagenarios premiaban a sus nietecillos bien portados o que le iba bien en la primaria con una copita de vino tinto o rompope.

Cuando nos llegaba muy caro el recibo del cobro por el uso de la energía eléctrica, la abuela colocaba un vaso con agua sobre el medidor para que el próximo ya nos llegará más tolerable al bolsillo; con la seguridad de la bendición de nuestra jefecita íbamos a la playa tres adelante y cuatro en el asiento de atrás del coche, en esa época era común que hasta cuatro se subían en las motos para transportarse, los automóviles se podían estacionar en cualquier lugar a cualquier hora del día, y lo mejor, circulaban con menos prisa que hasta te podías echar una cascarita de fútbol o jugar al Changarais en la calle, con el único riesgo de que la pelota te la ponchara la vecina porque cayó en su casa y en el pior de los casos que al lanzar un palo del citado juego de origen filipino rompieras el cristal de alguna ventana.

Eran tiempos en los cuales ni las resorteras ni las ligas que tiraban cascaras de naranja o de lima se consideraban armas peligrosas. Disfrutabas las tardes lluviosas de agosto -sí, incluso en esos tiempos llovía, hoy no-, sentado alrededor de la silla mecedora cuando la abuelita te platicaba historias inverosímiles y como no existía Google, se las creíamos, las puertas y ventanas durante el día podían permanecer abiertas sin el miedo de que se metiera alguien a robar, uno podía salir de casa y estar incomunicado sin teléfono durante horas y horas sin que nadie te molestará, se jubilaban a los 30 años laborables, eran amigos de sus nietos, ahora no y, lo más lamentable, los han convertido en patéticas pilmamas.