miércoles, 2 de octubre de 2013

Yo me bajo en San Jerónimo

Existe una frase en la canción Peces de ciudad de Joaquín Sabina, que dice “al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver”, la cual es un parafraseo inspirado en el hermoso texto El llano en llamas de Juan Rulfo, saco tal cita a colación en este momento en que voy sentado en el descolorido asiento con lamparones del autotransporte, rumbo a la hermosa población de Cuauhtémoc donde aprendí a amar el puesto laboral que hoy ocupo, mientras observo por la ventanilla entre las cortinas de terlenka azul celeste curtidas de polvo y de otras sustancias de extraña procedencia, el paisaje verde de las hortalizas, las vacas comiendo espigas y las ardillas silvestres saltando de una rama a otra.


De pronto recuerdo a todos los que allá conocí, me pregunto, ¿si continuarán igual de amables como los dejé? ¿Si todavía serán tan hospitalarios, dispuestos a trabajar sin poner pretexto y serviciales? Razones por las cuales recordé el fragmento de la canción, pues si encuentro lo contrario, tal vez me decepcione o existe la posibilidad de que mi comportamiento no sea el que ellos esperan y sea yo quien los defraude, pero mejor soy optimista.


En esos momentos sube el pseudo inspector a supervisar que todos los pasajeros conserven su boleto, ese papelito escrito en dos tintas, donde te recuerdan lo clasemediero que eres al señalar en letra mayúscula SERVICIO DE SEGUNDA CLASE; al solicitármelo, llega a la memoria la profesora que seguido me acompañaba y cuando este hecho ocurría, discutía alegando que no le perforaran su ticket, pues en caso de ocurrir algún accidente, con él perforado les resultaría imposible a sus familiares cobrar el seguro contra daños que ella sufriese.


Al descender del vehículo aspiro el característico aire fresco, siento a flor de piel la temperatura agradable como antaño, ese día la maleducada niebla no quiso recibirme, pues no la vi por ningún lado; dirijo los pasos hacia el lugar, mientras camino, como antigua fotografía todo sigue en el mismo sitio, los viejitos al sol sentados sobre las blancas bancas del jardín, en un extremo de ese sitio, ahí está el último tlatoani mexica esperando a que algún mequetrefe le regrese la lanza que le fue birlada, erguido, vigilante como siempre de la integridad de los vecinos, al centro el enorme kiosco de granito, donde tantas veces veneramos al lábaro patrio, afianzando en los púberes esa idiosincrasia nacionalista que nos hace ser mexicanos.


Cuando estoy en el umbral del ingreso, dudo entre regresarme o continuar, pues no quiero erradicar toda expectativa que construimos juntos, cuando hicimos de nuestro empleo un hogar donde la armonía, cordialidad y servicio mutuo transformaban el campo de trabajo en un huerto al que a diario regábamos sus frutos que eran los estudiantes, si, esos jóvenes sinceros, escasos de maldad y con un incansable espíritu de superación. Tales pensamientos alimentan el ánimo e ingreso, en el interior vuelvo a encontrarme las caras amables, las pupilas ensanchadas de gusto y las calurosas sonrisas que dan la bienvenida, como cuando veías caminar por el andén de la estación el arribo de ese ser querido.


Honestamente, mi estancia la traté de hacer efímera, debido a mis inseguridades, pues temía decepcionarlos, darles una mala impresión o que ellos ya no reaccionaran como antaño, así que concluido a lo que había ido, me despedí de los ahí presentes y tomé un taxi sardina, de los de allá, que por el mismo precio que un camión de pasajeros te regresan a la Capital, con la única condición de que lo compartas con otras personas; el chofer al verme se acordó de nuestras peripecias, de Dormimundo, entre otras anécdotas que hicieron ameno el retorno. Cuando bajé del coche pude darme cuenta que había dejado parte de mi alma en ese lugar, entre los recuerdos que ahí viví y que perdurarán siempre en la memoria, por eso yo me bajo en San Jerónimo, yo me quedo en Cuauhtémoc.

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