jueves, 9 de mayo de 2019

Mother, did it need to be so high.

La Ciudad de las Palmeras cuenta con la Madre Patria allá por la calle España, un Garibaldi con su titipuchal de mariachis en el barrio Agua Fría, por la Xicoténcatl, no podía faltar Asia en la colonia Oriental y Guanatos es la pintoresca colonia Guadalajarita, en cuyo jardín se ubica el monumento “Madre”, dedicado a la autora de nuestros días, esculpida por el maestro Ramón Villalobos Castillo, Tijelino para la raza. Tal vez para algunos sea más piedra y poca madre, pero de que le rinde culto, es obvio que sí, pues a veces ni nos acordamos que ahí se encuentra, pero siempre ella está al tanto de nuestro trajinar, mientras ingratamente ni la tomamos en cuenta, como algunos lo hacemos en la realidad.

Durante mi infancia hubo momentos en que llegue a creer tener la mamá más ojete, mientras que otros chavos comían dulces en el desayuno, en casa comíamos cereal, huevos cocidos y leche. En la escuela durante el recreo mis compañeros de clase compraban golosinas anunciadas por Chabelo, uno se conformaba con el bolillo relleno de jamón, un jugo de naranja -cuando la economía mermaba agua fresca de Jamaica, arroz o piña– y la fruta de temporada.

Mi jefa quería saber dónde estábamos y quiénes eran nuestros cuates, así como lo que hacíamos cuando estábamos con ellos. Además, teníamos que regresar a casa a la hora que habíamos dicho, ¡pinche reloj! Es más, llegué a pensar que hasta le valía wilson las leyes contra el trabajo infantil, pues nos hacía lavar los trastes, tender la cama, aprender a cocinar, barrer y trapear, quitarle la línea de óxido a los calzones de la marca que usaba Zague y Alfredo Adame, sacar la basura, en fin, una serie de trabajos inhumanos para mi pequeña edad.

En la adolescencia martirizaba con que le teníamos que decir siempre la verdad, a veces daba la impresión de que ella podía leer la mente, ¡qué ñañaras! Los demás jóvenes empezaron a salir de noche a partir de los 12 o 14 años, en cambio, mis hermanos y yo nos dejó salir hasta cumplidos los 18, y a las diez se nos acababa el encanto, ya ni a la Cenicienta se la aplicaron tan injustamente.

Hoy muchos con los que conviví están presos, internados en centros de rehabilitación, hasta sepultados, es cuando agradezco a mi cabecita de algodón que debido a sus exagerados cuidados no he tenido que vivir esas experiencias, pues ella sabía que lo que me jugaba era mi futuro.

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