jueves, 25 de febrero de 2016

Caballada anémica

¡No puede ser, se me acabó el saldo! Cuánta gente se queja de esta forma debido a que la cajita idiotizante del siglo veintiuno ya no da paso sin huarache, es cuando la carencia te guiñe un ojo y te pone de pie ante la triste realidad de que todo cuesta en este planeta, como dijera Eulalio González –acá para la raza– el Piporro, “with money the dog dances”, o sea, si no hay billetes, pos… no te calienta ni el sol. Si mientras lees, por tu cabecita rondan pensamientos de que estoy siendo materialista, pues la puritita neta es que todos somos bien pinches materialistas, no es coincidencia que proletario rime con monetario, ya que la falta del segundo término te lleva al primero.

Si en la infancia Santa Claus nunca te trajo esa súper autopista Scalextric, no fue simple casualidad del destino, es porque la caballada estaba flaca en casa y como cinto te ajustaban al presupuesto familiar, jugando con los cochecitos de plástico que te compraban en el mercado y construyendo tu propia autopista sobre la tierra; otras veces cuando bien te iba recibías el autolavado de Hot Wheels, pero el desconsiderado de Santa no te incluía las pilas para echarlo a funcionar, aquí es cuando nuestros progenitores nos deberían de haber regalado baterías con una tarjeta que dijera “juguete no incluido”, ya ni le sigo porque de tanto destilar tristeza como que me estoy agüitando.

Bajo el hechizo de la pobreza, de esas veces que experimentas sentirte bien bruja, de cuando la cartera está vacía y te ves en la necesidad de hipotecar el orgullo, orillado por la necesidad durante la jornada laboral tengas que sacar al pequeño empresario que llevas dentro con tal de obtener centavitos extras, convirtiendo tu escritorio en un estanquillo, donde es posible encontrar esos cacahuates japonense, golosinas y chocolates empaquetados en bolsitas de celofán que artesanalmente confeccionaste para saciar el apetito feroz de tus compañeros o el espacio del archivo transformado en boutique con catálogos incluidos, para que en módicos abonitos quincenales tus colegas de la chamba actualicen su ajuar gracias a la ropa clonada de reconocidas marcas que pones a su disposición.

Sábanas, colchas, edredones y almohadas son ofertadas clandestinamente, por arte de magia de la cajuela del coche; además como buen negociante que eres, sabes que tus clientas son capaces de colgarse desde un sol azteca, molcajete, metate y hasta el teponaxtle, por tal motivo les vendes fina bisutería que como abejas a la miel se acercarán cuando la exhibas en sus aposentos de trabajo.

Las clásicas contratas, esas que del barrio emigraron a las dependencias, donde el administrador se está jineteando los billetes de los demás mientras tú ansioso y desesperado esperas cuando te toca, ya que como siempre te corresponden los números de en medio. Existe un negocio más, donde el colega de la oficina con sus testimonios de salud, promociona los milagros, bondades y sanaciones que proporcionan esos suplementos nutricionales de patente internacional que vende, al grado de generar feligreses a los que bien podría denominarse como la religión piramidal de la salud.

Eso de montar cuacos anémicos es lo de siempre a mediados, antes y después de las quincenas, el único día que existe la bondadosa abundancia es cuando se recibe la billetiza y es durante esas horas que muchos exageran exprimiendo el cajero automático como si jugarán Candy Crush, mientras engrosan los bolsillos de los aboneros.

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