miércoles, 4 de febrero de 2015

La cuña

Ahí estaba en el aparador, una hermosa base de mesa en madera de cedro con diseños florales tallados a mano. El cliente, en cuanto la vio, quedó enganchado, pues imaginaba montarle una plataforma de cristal rectangular o tal vez una cuadrada. También la balanza de la indecisión se inclinaba por colocarle una plancha redonda. Sin titubeos de compra, la pidió al empleado, quién gustoso realizó la venta.

Horas más tarde, en una de las esquinas de la sala con su plataforma triangular adquiría la función de esquinero, encima cargaba con el teléfono y un florero de cristal cortado, regalo de bodas de la abuela. Conforme el calendario adelgazaba sin hacer dieta, con tanto uso del teléfono -ya se imaginarán: tomar notas, golpetearla mientras se escucha la llamada como analgesia al sistema nervioso-, además de los movimientos de limpieza. Si a ello le agregan que el niño de ocho años continuamente la convertía en el autolavado de sus coches a escala, era obvio que con tanto uso las uniones de ella se aflojaran.

Los primeros auxilios que recibió fueron cuatro clavos, remedio que la mantuvo firme durante cuarenta días. Después, volvió a su endeble estado. Preocupado por el servicio que prestaba a todos los habitantes de la casa, su dueño decide reforzarla nuevamente, pero ahora le introduce con la ayuda de un taladro tornillos. Ante tal refuerzo la mesa como espiga que se dobla con el viento se enderezaba, continuando con el honorable cumplimento de la función que se le había encomendado.

Otra vez la sombra del tiempo con su desgaste de horas cobraba factura, pues las tuercas empezaron a aflojar las rondanas, lo cual trajo consigo que cediera. De nuevo, al contestar una llamada se tambaleaba toda arriesgando romper el florero o que el teléfono cayera al suelo. También, en el peor de los casos, que la plancha triangular se hiciera añicos. El dueño, desesperado por no perder tan preciado mueble, decide introducir entre las uniones cuñas de ocote, mismas que a empujones de martillo penetran, amacizándola. Con pintura iguala el color del ocote y ahí tenemos de nueva cuenta la mesa.

Es colocada en el mismo lugar, otra vez lo que antes tenía sobre ella ocuparan sus respetivos espacios, transcurridas unas cuantas horas se escucha un crujir y con cierta lentitud las cosas que caen al suelo, unos se despedazan, otros sólo se desarman, mientras su dueño, tristemente, observa como la mesa queda hecha de su base un muñón. Exasperado, la toma y con desprecio es arrojada al cuarto de servicios, donde lo más probable es que el polvo empañe su esmalte, la comisura y relieves de los grabados realizados por el ebanista se tornen grises, quedando para siempre en la región del olvido.

Así como a esta mesa, a muchos por querer seguir luciendo ante los demás o por el desesperado intento de permanecer vigentes en la aceptación, buscamos personas que nos ayuden. A veces creemos que esos apoyos no son suficientes, los descartamos y queremos reforzarnos más, hasta tal grado de conseguir nuestra propia cuña que a la larga o en cualquier descuido nos romperá, dejándonos en el olvido a causa de una vil ignominia.

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