miércoles, 27 de noviembre de 2013

En el jardín de San Pancho

Hace varios años, en aquellos tiempos en que las horas de los días nadie las movía para robarnos una de sueño en el mes de abril, épocas en que las fechas conmemorativas se celebraban en los días que señalaba el calendario y no cuando a ciertos tipos se les antojase, cuando la adolescencia aún no era tan atolondrada por la sobrexposición de los aparatos tecnológicos y los infantes se divertían lúdicamente en los jardines; un servidor a los ocho años tenía como referencia de jardín, el que se ubica alrededor de la iglesia de San Francisco de Almoloyan.

Entre la gran variedad de flores que en ese entonces había, los enormes árboles y las verdes lagartijas, el gordito de pantalón corto y playera con estampados de superhéroes, perdía varias calorías –que al llegar a su casa las recuperaba al doble, cenándose el recalentado de la comida– corriendo y brincando como desatado en el área de juegos infantiles. Sobre la gran resbaladora que se ubica al centro del lugar, ahí pudo comprobar que el éxito es efímero, pues tardaba más en subir que en bajar, como toda cúspide muchos querían escalarla y una vez estando en la cima se resbalaban hasta regresar al sitio donde pertenecían.

En los bimbaletes, experimentó la presión que probablemente en un futuro tendría al compartir una jornada laboral o ciertos proyectos con otro, en donde depende de con quién juegues así será de divertido o estresante la actividad que se realiza, pues hay quienes te ayudan a subir, cuando te miran en lo alto se hacen a un lado y la caída es dolorosa o aquel compañero que violentamente te hace sentir los altibajos, impulsándose para que subas y bajes según su gusto.

Algo semejante sentía en el juego que nunca le agradó subirse, el volantín, esa esfera de metal que gira gracias a la fuerza de varios, pero que ocasiona vértigo, mareo que se asemeja a participar en esos eventos que convocan a multitudes y de tantos que son, algunos muchas veces desconocen los motivos por los que asistieron, más allí siguen girando en el sentido de los demás.

Los columpios, esos asientos colgantes donde las personas mecen sus preocupaciones, logros, fracasos y triunfos, sitios en los cuales puedes permanecer el tiempo que uno quiera, como la vida misma, todo depende del ánimo que tengamos para continuar así o saltar a la firme realidad.

Las tardes enteras, ese niño que una vez fui, se divertía sólo o en buenas compañías, pero este infante años más adelante cuando diera el paso involutivo a la adolescencia se percataría que las malas compañías serían las mejores, escondería sus discos de Crí-Crí, Enrique y Ana, Parchís y Menudo para presumir los de Kiss, AC/DC y Pink Floyd, los cachetes continuarían inflados nada más que ahora lucirían garapiñados por las espinillas, naciendo así una aberración por la verdad que dicen los espejos.

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