miércoles, 27 de febrero de 2013

Fiesta solemne

Los que me conocen pero no saben quién soy, afirman que no me gustan las fiestas, a veces les doy la razón otras intento defraudarlos, pero siendo sincero sin dejar de mentir, no hay peor situación que me crispe el nervio que el tener que asistir a una celebración, pues me estresa estar rodeado de personas que conozco pero que en algún momento de la charla me aburriré dejando escapar felinos bostezos, y eso a nadie le agrada observar de su interlocutor.

De todas las fiestas las que más me desagradan son los casamientos, pues se me hace injusto que para el guateque todo mundo acompañe a la pareja y para cuando se estén divorciando por incompatibilidad de caracteres, nadie de esos invitados les hará compañía, los dejen solitos para que se escupan sus verdades; está comprobado que durante la liturgia de las bodas sólo asiste un 45% de los invitados, mientras que para la pachanga, muchas de las veces hasta acude gente que son convidados por los invitados, es decir, los clásicos coleros, patéticamente algunos creen que al participar en la mesa de regalos, eso les da el derecho de llevar a otros, ¡hágame el favor, si no es cover!

En todo ambiente de la celebración nupcial no puede faltar el vals de la pareja, donde ridículamente a ritmo de una canción romanticona se calabacean al marido y a la esposa los asistentes, lo más penoso es el naco rito de pegarles billetes en los ajuares, es como si estuvieran reconociendo que el recién formado matrimonio se encuentra en banca rota o para que se ayuden en los gastos de la luna de miel; además es el momento preciso para que los presumidos cuelguen billetes de alta denominación en su intento de humillar a la plebe, es más, algunas veces llegan a competir entre ellos con tal de opacarse unos a otros.

Terminado el vals, viene el bailongo, el cual puede ser amenizado por música viva o sonido disco, cuando se trata de algún grupo versátil que puede estar integrado por un hombre y dos mujeres o la clásica orquesta de pueblo con todo y tuba, uno es testigo de cómo los asistentes al mover sus huesitos al ritmo del sonido dan la impresión de un cabaré, en donde nada más falta que las damitas al regresar a sus mesas cobren la respectiva ficha.

Cuando el sonido es producido por un diyéi, lo más seguro es que te tengas que soplar esos himnos musicales que convocan a multitudes a la pista, algunas de ellas hasta tienen su propia coreografía, las letras de esas canciones son tan profundas y densas como un charco de agua, es como si al sumarte al revuelo que causan automáticamente desenchufaras tus neuronas y como autómata siguieras los pasos de todos, obviamente siempre estará la señora cuarentona o el teporochito que al intentar coordinarse con los demás echará a perder la sincronía, convirtiéndolo en un cómico espectáculo.

Tratándose de una fiesta es un hecho que debe de haber banquete, el cual dependiendo de la clase social puede variar desde una exquisita birria con sus frijolitos puercos sabor sardina hasta el nice ambigú o buffet frio, donde se ofrecen los mata de hambre canapés; aquí el mesero juega un rol importantísimo, pues si al llegar le das su propina ten la plena seguridad que te atenderá mejor que a los anfitriones, más si no hay gratificación, probablemente tú y los que te acompañan se vuelvan invisibles o pitufos que pasarán desapercibidos cuando éstos lleven los platillos y las bebidas a las mesas.

Lo más vergonzoso son esos tradicionales juegos de boda, que como intermedio de la recepción se realizan, a veces quienes amenizan musicalmente los organizan o si no lo hace el pariente que se cree animador de televisión, convocando a las asistentes a jugar la víbora de la mar con el velo de la novia para después arrojar el ramo donde las aguerridas solteronas en su desesperación por atraparlo serán el show de la velada o el jocoso quita liguero, cuando el novio intentará despojárselo a su pareja para concluir bailando el tema de “El Mandilón” con escoba y niño en manos seguido por su mujer propinándole cintarazos.

Lo mejor de la ridiculez se observa al final de tan solemne fiesta, cuando los invitados abandonan el local con platos repletos del banquete que se ofreció y los centros de mesas o adornos, ¡ay por favor, así o más abusivos! Ahora ya lo saben por estas y muchas cosas más me desagradan las fiestas, pero a veces voy sólo con ciertos fines antropológicos.

No hay comentarios: