miércoles, 30 de noviembre de 2011

El asiento 17

“Would you know my name
if I saw you in heaven?”

Eric Clapton

Seis de la madrugada, llevo dos horas despierto, siempre que voy a trabajar así acostumbro a hacerlo, pues tengo la idea de que solo de esa manera todo mi organismo puede salir a la calle, ya que se encuentra totalmente alerta. El aire fresco de la mañana sabe a néctar, o sea, no ha sido contaminado con el trajín de los coches; las áreas verdes del jardín reciben un torrencial de agua del sistema de riego, la radio de los jardineros está al tope de volumen sintonizando la frecuencia que ahora se escucha por FM.

Llego a la parada del camión, como siempre ahí se hallan las mismas personas, la chica de uniforme escolar con gafas de fondo de botella cuyo aire de intelectualidad de seguro espantará a sus prospectos de pareja sentimental, razón por la que se encuentra más sola que Dios; el joven de traje de chef que siempre está bostezando y rascándose la bragueta, así como la anciana de canas verdosas que porta un mandil y tenis de plástico que aparentan ser piel, todos se encuentran a un lado mío.

A la llegada del colectivo, como especie de autómatas lo abordamos; en su interior como cada mañana ocupan la misma localidad los pasajeros de siempre a la izquierda la secretaria universitaria del campus norte que dormita igual al lirón de Alicia, la del país de las maravillas; el anciano de largas patillas que se fusionan al poblado bigote, el cual me recuerda al pirata de la isla del tesoro; al fondo la madre soltera que a cada minuto sacude a su rapado hijo para que no se duerma y poder dejarlo despierto en la guardería.

Todos están menos el robusto sujeto que meses atrás ocupase el asiento número 17; el mismo que siempre al verme subir gritaba, “vente carajo a sentar aquí”, para luego explotar en carcajadas. Ese hombre de blancas vestiduras y cinto negro cuya hebilla ajustaba curiosamente al lado derecho de su cintura, de ensortijada y extensa barba, que algunas veces llegó a detener moronas de queso y migajón que se desprendían del apetitoso bolillo relleno de frijoles que solía degustar y que llegó a compartirme en repetidas ocasiones, igual como compartía esas experiencias docentes de vincular a través del aprendizaje aritmético a padres e hijos, logrando generar conciencia sobre el compromiso escolar.

Desde que ya no viene en ese asiento, extraño las charlas sobre su diva predilecta, María Callas, y cómo ésta se marchitó por el ingrato amor del magnate naviero de la Isla de Skorpios; el sentimiento bohemio que sin control de alcoholemia experimentaba Edith Piaf al interpretar sus canciones o el romanticismo erótico de las letras que cantaba Rudy La Scala.

Dicen que ya no viaja en camión porque anda sobre su amada moto; dicen que se fue de paseo, mientras sus alumnos, sus colegas profesores y amigos esperamos su regreso; dicen que su espíritu merodea la sala de espera sin esperanza de la dirección del bachillerato donde legó diversas generaciones a la educación superior; dicen que tal vez ya está de vuelta en la reencarnación del felino que merodea la cafetería.

Pero lo más seguro es que se encuentre practicando el samadhí, para lograr alcanzar ese anhelado tantra; por eso, si lo llegamos a encontrar en sueños o pensamientos, no dudemos en decirle, ¡Námaste! Mientras él como respuesta nos cantará a dúo con la Callas, “La Mamma Morta”, desde el nirvana de nuestra imaginación.

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