miércoles, 26 de octubre de 2011

Cacle, cacle…

La abuela materna tenía un enorme y viejo baúl, en el que guardaba su Biblia –que por cierto me gustaba mucho ver en ella los 131 grabados que ilustraba el artista francés Paul Gustave Doré–; cuando era sorprendido por mi agüela, se sentaba a mi lado y leía fragmentos, fue gracias a esas lecturas que entendí que el primer ecologista fue Noé y el primer rascacielos siempre ha sido la Torre de Babel, mucho antes del Empire State. ¡Es una pena que hoy se hayan cambiado las Tablas de la Ley de Moisés, por la sabiduría del iPad! En fin son tiempos modernos.

Además de esas lecturas disfrutaba mucho de revisar su colección de cómics, que también allí conservaba; recuerdo pasar horas sin saber leer hojeando ejemplares de El Jinete de la Muerte, El Caballo del diablo –donde de forma precoz despertaba mi libido al observar los cuerpos de ricas y cachondas féminas que ahí dibujaban-, Santo el Enmascarado de Plata, una especie de fotonovela combinado con dibujos y viñetas, mucho antes de que se inventara el truco de la pantalla verde, nuestros ingeniosos dibujantes ya lo utilizaban.

De todas esas revistas había una que llamaba la atención por lo escalofriante de sus dibujos, se llamaba El Monje Loco, su dibujante era Juan Ruiz Beyker, el guión se basaba en la serie radiofónica del mismo nombre, que producía el autor de este personaje, Salvador Carrasco, quien hacía las voces y terroríficos sonidos espectrales que se escuchaban por radio, creo que más bien se trataba de sonidos guturales e incluso algunos eran eructos con efectos especiales.

Es una lástima que del original Monje Loco y sus macabras historias que saciaban el morboso y perverso apetito sadomasoquista de mi abuela, las nuevas generaciones sólo tengan la absurda imagen del bobo personaje adaptado por Eugenio Derbez.

Era notable cuando este personaje en cada historieta la iniciaba con su clásica frase “nadie sabe, nadie supo, la verdad del horrible caso de....”, para luego explicar la horripilante leyenda, y enseguida explotar en tremenda carcajada tipo cacle, cacle; inspirado en este personaje, lo que hoy les narraré, bien podría formar parte de algunas de sus páginas.

A finales de los ochentas, una húmeda mañana del dos de noviembre, cuando tenía el talento de amanecer levantando carpa entre la trusa Ramírez, desperté inquieto, pues minutos antes había tenido un sueño donde un tipo espectral pedía de favor que le comentara a su esposa sobre lo bien que se la ha pasado en el más allá, razón por la cual no debía de preocuparse por su ausencia, pues al así hacerlo no lo dejaba descansar en paz. Para que ya no estuviera jodiendo accedí a su solicitud de llamarle al número telefónico que me proporcionó.

Dando un salto abandoné la cama y raudo dirigí los pasos hacia el teléfono, después de seis timbradas una voz femenina respondió. Al cerciorarme de que era la cónyuge del ser de ultratumba, le transmití el mensaje, mientras lo hacia, escuchaba a la mujer exhalar cada vez más acelerada, al terminar, ella entre sollozos agradeció el comunicado, todo nervioso, en cuanto la mujer dejó de hablar colgué el auricular.

Días después, curiosamente con ese mismo número jugué el Melate, retribuyéndome a la semana después un reintegro por las cinco cifras equivalente a quinientos mil pesos –claro que estoy hablando de cuando nuestra moneda en realidad valía, mucho antes de que un prestidigitador Presidente le desapareciera tres ceros-; creo que fue una muestra de gratitud del difuntito por haber utilizado mi estadio onírico como medio para transmitir su mensaje.

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