jueves, 2 de septiembre de 2021

La flota bicivoladora.

Mucho antes de que los enormes espectaculares de las tiendas con doble equis cubrieran nuestro pintoresco panorama de tendederos con desfile de ropa interior de los vecinos y los tinacos lamosos sin tapas que hay en las azoteas, así como los tenis rotos colgados en los cables de teléfono juntos con las bolas que se ponen de moda en la feria, durante mi niñez conocí a un grupo de adolescentes que cansados de ir a pescar tripones al río Colima con fisga artesanal confeccionada de un rayo de llanta, así como de cortar guamúchiles a San Cayetano, decidieron construir una pista de bicicross en lo que hoy se conoce como el Jardín “Josefa Ortiz de Domínguez”, de la colonia Corregidora.

Gracias a ellos nació en el óvalo del pozo artesiano que se ubica en el corazón del citado jardín, la curva peraltada, las rampas King Kong y rompe rilas, en donde estos chamacos organizaban competencias con tal popularidad que hasta algunos popis de ese entonces como La PuercaEl AjiurEl Farmacio y La Changa se les sumaron; después, algún arriesgado empresario las comercializó en pistas profesionales en Villa de Álvarez, mientras que en la Unidad Deportiva Morelos se concursaba tipo exhibición con trofeos, medallas y dinero en efectivo a los ganadores, sin champaña con qué celebrar, pero si con unos chescos bien fríos y productos Costeño.


Eran las décadas de los setenta y ochenta, sin la existencia de los medios de comunicación que contamos en el Siglo XXI, estos jóvenes se enrolaron a participar en competencias a Guadalajara; mis hermanos, quienes formaban parte de esa flota, le dijeron a la jefecita que iban a ir a visitar a unos parientes de por allá. Con la bendición de ella y la confianza que siempre tuvo a sus retoños los dejo ir. Partieron pues mis carnales junto con el TitinoShaggyCabinhoPopochas y El Buches, bicicleta al hombro hacia Guanatos, en esa quimera legendaria llamado tren, que representaba la fuga, la libertad, las ganas de competir por el desmadre y conocer nuevas chicas, quienes atraídas por el complejo de cavernícola que veían en ellos la respuesta al despertar de su sexualidad y, una manifestación rebelde ante la momiza de sus padres, demostrándoles que ya eran mujeres dignas de merecer ese sudor que se transpira con el gusto de darle deleite al cuerpo.

Hoy cada vez que veo a través de Netflix a los chicos de la serie de “Stranger Things” correr en sus bicis por los suburbios de Hawkins, viene a mí un flashback borroso de aquella flota deambulando por las transitadas avenidas de una ciudad speedica, como la recién graduada de metrópoli Guanatos, sorteando coches, calandrias, peatones y motos, mientras en sus walkmans infectadas de frenesí por la canción de Queen “Bicycle Race”, se miran con una enorme sonrisa, durmiendo por las noches en medio del círculo que hacían con las biclas en los andenes de la estación de trenes, sin pañuelos que les dieran la bienvenida o despedida, pero siempre en sus transportes, que volaban a través de su imaginativo colectivo.

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