jueves, 24 de enero de 2019

Yo vivo en una ciudad

Poco a poco he visto cómo en mi amada “Ciudad de las Palmeras” se han multiplicado los coches, cual piojos y liendres en cabellera, atestando de contaminación y ruido a sus habitantes, mientras, ellos viven hacinados en reducidos espacios, donde la privacidad es cuestión de concentración mental hasta alcanzar el silencio interior que genere un oasis en medio de tanto bullicio.

Uno nota que nuestra ciudad está creciendo porque al ir caminando por el centro histórico, puedes observar en las bancas de los jardines a individuos acostados, enmohecidos de tanto hastío, igual te topas en las aceras a sujetos sentados inertes con la mano abierta en señal de solicitud, te das cuenta de que viven porque apenas su abdomen denota que respiran, los esquivas para no interrumpir su ilusión de que alguien se apiadará de ellos con algunas monedas. No cabe la menor duda de que el centro es un lugar surrealista por excelencia, ahí encuentras botargas de farmacia abrazadas de niños chimuelos que les piden más caramelos que fomenten sus caries, no faltan esos músicos que amenizan el soundtrack de los peatones, al igual que la pitayera de bronce muestra su fruta dorada de tanto manoseo.

Algunos se enojan, a otros ya se nos hace normal que los camiones hagan triple fila para subir pasaje; durar más de una hora en el kamikaze tránsito no significa que por algún tramo hubo un accidente, ya es así a las llamadas horas pico. Mención honorífica a todos aquellos que de sus casas a la chamba hacen veinte minutos, obvio que no faltan los comentarios: “¡No manches! De seguro viven bien cerquitas”. Quién no ha comprado tacos en el puesto tipo enramada de Cuyutlán que se encuentra aún lado del monumento histórico que deja la banqueta toda chorrienta de grasa y piensas que es higiénico por el simple hecho de contar con gel antibacterial de dudosa preparación, pero dices que mientras le eches rete harto limón, te hacen los purititos mandados las enfermedades.

Yo vivo en una ciudad cuyo magnetismo en mí es semejante al gato que mi abuela le embarraba manteca en las patas para que no se fuera de casa, también como ustedes estoy acostumbrado a dar propina obligatoria y con tarifa preestablecida a la mesera, al repartidor de pizzas y al de los dogos, no salgo de casa sin encender el Google Maps para que mi familia sepa dónde estoy, sé que se han perdido espacios de convivencia por miedo a la inseguridad, pero hemos ganado otros caminables. Colima es más incluyente moral y social, podría jurar que hasta sin prejuicios, sino recordará que de niño y adolescente cada vez que salía al barrio donde me crié era el hijo del teporocho y la costurera que lavaba y planchaba ajeno, estigma que fomentó en mí el espíritu de superación, es por ello que prefiero más el actual que el de mis ayeres.

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