jueves, 15 de septiembre de 2016

Vida pedagógica

Hace unos días recibí de obsequio el libro “Memoria y presente. Tres décadas de Pedagogía en Colima”, donde amuebladas cabezas vierten sus recuerdos sobre el papel, cuyas letras proyectan en la memoria miope del lector la nostalgia de volver a caminar por los pasillos azuliverde de mi entrañable escuela, oler el lápiz que impregnaba las aulas, así como recordar también la aromática fragancia de hojear los cuadernos, ocupar nuevamente el muro del balcón de la segunda planta y sentirse sobre una atalaya, volver a ver la naranja silla de plástico que utilizaba para recibir clases y que avanzaba conmigo en cada semestre, pues era la única en la que cabía el volumen de los 140 kilos que pesaba en esas épocas.

Conforme iba leyendo cada una de las 223 páginas que lo integran volvía a ver a los profesores que compartieron con nosotros además de las asignaturas, sus anécdotas familiares, las dificultades domésticas que implicaban el matrimonio, los anhelos de regresar a su tierra natal y saber que ahí esperaban al docente, el viejo perro y las ricas tortillas hechas en el comal por su mamá. Lo único que no logro encontrar entre esas letras del libro cuya portada es una combinación de naranja y rojo, es alguien que hiciera alusión de forma amplia a la revista “Vida Pedagógica”, ¡híjole, a ella sí que me la olvidaron! Sólo un exdirector en menos de un párrafo la describe.

A tal revista, le guardo un hermoso cariño, pues era el medio de difusión de quienes en ese entonces integrábamos la comunidad estudiantil de la facultad, y que nos dábamos a la tarea de diseñar un número cada mes, sin el interés de recibir a cambio una calificación o punto extra en las asignaturas, pues se elaboraba por el deseo y gusto de intercambiar ideas, opiniones, puntos de vista, entre otras cosas muy de nosotros, cuya intención era el acto universal de crear, razón por la cual a través de ella lográbamos que su existencia nos llenara de felicidad y plenitud.

No escatimábamos la inversión de tiempo en fotocopiar el material, transcribir los artículos de compañeros y uno que otro docente que se colaba con su humilde colaboración, pegarlos con cinta adhesiva a hojas tamaño oficio, reproducirlas, engraparlas y recortar los bordes hasta que cada ejemplar viera la luz, después pasar a los grupos –que en ese entonces era uno por semestre, sí éramos pocos pero bien productivos– con la intención de venderla, ¿y qué creen? Se agotaban, pues ciertos textos a veces se transformaban en temas de clase de alguna materia.

A mí me correspondió formar parte de ella como articulista, que en un principio me daba la impresión de participar en la segunda época de aquella revista también creada por estudiantes denominada “Praxis Educativa”, y que en cierto momento llegué a leer uno de sus ejemplares, y a quienes les debemos la motivación de construir ideas gracias a la infinita paciencia y escasa inspiración pero que nos legaba una sólida experiencia, la de hacer de nuestra facultad, una casa creativa que no se embelesaba en politizar la formación académica, sino, en contribuir en la profesionalización de su comunidad estudiantil.

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