jueves, 22 de septiembre de 2016

Mi época cuaternaria

Cuando estudié el bachillerato, experimenté una especie de salto pa´tras darwiniano, pues de ser el joven siempre bien portado que nunca se atrevería levantarle la falda a la flojera, ese que se arrepentía de haber pisado un blátido, llegó el momento de que renegué de mis progenitores e incluso me dieron tantita pena algunas de sus actitudes, pues como que ingresar a una escuela donde no hay quien te exigiera, casi, casi, obligara a permanecer en el aula, era como estar en una cárcel sin puertas, ya que si el ojete del profesor te sacaba de la clase sentías como quien anda con libertad provisional, además, si encontrabas a alguien podías anteponer la orgullosa justificación de: “me sacó porque lo hice enca… nojar”.

El centro de acopio de aquellos a quienes les otorgaban tal liberación bajo caución era la cafetería, sitio que se abarrotaba en el receso, tiempo en el cual los discípulos de Raffles, el ladrón de las manos de seda, hacían gala de sus habilidades sustrayendo golosinas y pastelitos — ¡ah, cómo extraño esos del logotipo del ave palmípeda!—; si en esos tiempos hubiera tenido la úlcera gástrica de hoy, lo más probable es que no habría sobrevivido a las tortas cubanas atascadas de chile habanero que presumíamos tragar a velocidades extremas y que te dejaban como cicatriz de guerra un tremendo ardor de galillo, alimento no recomendable para personas que se hacen de la boca chiquita.

Mis compañeros además de sus respectivos nombres de pila, respondían sin titubeos cuando alguien les llamaba por Pinzas, Tubas, Ceviche, Pasilla y el Cuñado, ese que contaba con unas hermanas de buen ver. En las listas improvisadas de los profes siempre se colaban cuando éstos hacían el pase reglamentario nombres como: Aquiles Baeza, Rolando Mota o Zoila Vaca Del Campo para sumarse a la guasa popular de mi salón.

En sus amplias canchas, además de la clásica cascarita que nos hacía sentir rockstar de balompié, de los que infla el Carnal de las Estrellas, ahí donde éramos árbitro y equipo a la vez, en las improvisadas bancas se consumían muchísimos tacos de taquicardia, uno que otro sin interesarle el fútbol llanero bien que aprovechaba para echar pasión con su respectiva jainita, ¡ay móndrigo, no te la vayas a acabar!

Compartíamos instalaciones con otro plantel que laboraba en turno opuesto al nuestro, según eso, los que a él asistían eran rete bien estudiosos — ¡na, que se los crea su abuela!—, ya que presumían de tener un nivel académico más alto, y eso que también compartíamos plan de estudios, sólo que según ellos, su planta docente si seguía al pie de la letra los contenidos programáticos y a los alumnos se les motivaba con estímulos académicos a generar hábitos de lectura y cálculo matemático. Además eran bien pinche fresas, o sea, goeee, a nosotros papi nos deja en la meritita puerta del bachi y a ustedes les toca llegar en el camión todos magullados por los brincos de baches y coladeras chuecas, ¡ahí le dejo, porque alguien puede llegar a pensar que estoy ardido! La neta, no, me es intramuscular.

Sin importar cuál de los dos planteles era mejor, la formación que recibí fue útil para rifármela solo, ser organizado para estudiar, investigar por cuenta propia cualquier tema, sin la necesidad de tener un área, pues gracias a mis entrañables profesores, aprendí que el conocimiento es plural y diverso, otra cosa que agradezco y reconozco a mi bachillerato, es que aceptaban por igual a todos sin distinción de alguna diversidad, coexistiendo sin líos, metaleros, rancheros, nerds, fresas y nacos. Un oasis de la variedad pensante en la era cuaternaria.

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