jueves, 2 de junio de 2016

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El otro día, en la plaza comercial, saludé a un excompañero de generación del bachillerato, esos encuentros son como activar la máquina del tiempo, pues las charlas únicamente abordan recuentos de anécdotas, pase de lista de los demás que integraban nuestro grupo, ¿dónde están? ¿A qué se dedican? Un tema ineludible y que no puede faltar es el de los profesores que nos impartieron clases.

Esta vez, con tal de evitar cuestiones sobre mi persona –si ya me casé, cuántos hijos tengo, entre otras jocosas situaciones–, saqué a colación el nombre del teacher de inglés, ¿Y ese quién es? –con cierto aire de incredulidad responde mi amigo. En cuanto le digo que se trata de “La Jícama con chile”, inmediatamente lo recuerda. ¡Ah, no pinches mames! ¿Qué ya se murió el ruco? –Note tesonero lector, que cuando uno se topa con antiguas amistades de la escuela como que hay un salto pa´tras darwiniano o como si fuéramos esa especie que se denomina chavos rucos, regresamos a las expresiones coloquiales de nuestra época. Cabe aclarar que al profe le apodábamos así porque era de tez blanca y pecosa.

Además, eso de ponerles motes a las personas, no sé si sea algo tan nuestro, pero hay quienes recordamos más por su sobrenombre que por el del registro civil. Lo incómodo de ello es que subraya los defectos físicos como esas orejas que son de proporciones diminutas a largas, los cráneos que sobresalen del tamaño del cuerpo y la nariz alargada o chata, así como aquellos que poseen un cuerpo delgado o a los que nos sobran kilogramos.

Hay apodos en distintos ámbitos, abundan en las profesiones, la política, los deportes y la religión; también existen esos sobrenombres cariñosos con los cuales nuestros seres queridos nos llaman; todo es melcocha y ternurita hasta que alguien ajeno a nosotros lo escucha y con acento sarcástico nos lo echa en cara delante de los cuates. Hay quienes tienen nombre de mote, ahí sí ni qué decir, pues gracias a sus progenitores llevan el bullying de por vida, pero desembolsando cierta cantidad se puede cambiar, más a veces en lugar de mejorar se empeora.

Tenemos tan arraigado eso de los apodos en nuestro país que cierta vez que puse una denuncia por robo –a satisfacción del morbo estimado leedor, fue por mi bicicleta tísica y viuda que un @&%#... se la llevó mientras hacía fila para comprar tortillas, ¡sí, no pude dejar formado el tortillero, es más, ni llevaba!–, en el formato uno de los requisitos del demandante, era además del nombre, profesión, empleo, etcétera, tener que proporcionar un alias, al ver la cara de admiración que puse por ello, la agente aseveró, “no le dé vergüenza todos tenemos uno, mi viejo me dice “mi funda”, ¡ah no, pues así sí! Déjame acordarme como me dicen mis alumnos.

Si por la seriedad, solemnidad, rectitud y respetabilidad con que a veces nos dirigimos a los demás creemos que estamos exentos de apodos, ¡qué inocente! Aquel de vosotros que esté libre de sobrenombre, que dispare el primer Boing...

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