miércoles, 4 de marzo de 2015

Más de cien mentiras que valen la pena

A escasos días de que nos roben una hora que nos hará modificar nuestros hábitos, un volcán que ha despertado de su letargo y valiéndole un carajo las prohibiciones de fumar continua exhalando humo sin escrúpulo alguno, mientras nosotros tenemos que fingir ingenuidad ante ello, pues como es sabido por ustedes, la verdad muchas veces recurre a las mentiras para que no pese tanto. Es más, llega incluso a ser más importante la mentira que una verdad. ¡Híjole, existen tantas falsedades que con el paso de los años se han convertido en verdades absolutas! Esto da la impresión de que la línea delgada que separa a ambas declaraciones es invisible e incluso atemporal.

Ya nos lo advirtió Esopo en su fabula de “El pastor y el lobo”, donde al mentiroso nunca se le cree a pesar de que diga la verdad. Si echamos un ojo a los libros, nos encontraremos que en la literatura un mentiroso por excelencia es Pinocho, quien ocupa moralmente un lugar ejemplar dentro de la enseñanza de las buenas costumbres, pues la moraleja de su mitómano actuar ha servido para valorar los riegos que conlleva el decir mentiras. Siendo honesto, ni nos preocupa que nos crezca la nariz, pues hemos encontrado en mentir el pretexto ideal para justificarnos.

Ignorar a un personaje ficticio como lo es la marioneta de madera del texto de Carlo Lorenzini, resulta justificable, pero faltar al octavo mandamiento de un decálogo que Dios escribió como alianza entre los humanos, es otra cosa. Sólo hay que recordar que los Diez Mandamientos son un conjunto de principios éticos y de culto, tanto en la religión judía como en la cristiana, además de que en el mundo, quienes profesan el cristianismo, son más de dos billones de individuos. Ante esto, ¿cómo es posible que la mayoría de ellos aprueben las llamadas mentiras piadosas?

La mentira ha sido y será siempre un fin para justificar nuestro actuar. Todos hemos recurrido a ellas en algún momento. Lo malo es cuando se vuelven patológicas, es decir, gente que se cree sus propios embustes. También es cierto que hay quienes les agradan escucharlas, inclusive las prefieren más que a la verdad misma. Basta evocar la letra de aquel bolero: “Si das a mi vivir la dicha de tu amor fingido, miénteme una eternidad que me hace tu maldad feliz”. Pese a que seas un mártir de la pasión, a quien le va del cocol en las relaciones de pareja, justificas tu actitud argumentando que en si la vida es una mentira.

“Lo diré de chía, pero es de horchata”: todos utilizamos las falacias como especie de auxiliar en los procesos de socialización. De entrada, nuestra mamá, cuando alguien desagradable preguntaba por ella, inmediatamente nos ilustraba en el arte de mentir al pedirnos de favor que le dijéramos a esa persona que no estaba o cuando nuestro intestino grande se estaba devorando al chico de tanta hambre y para tranquilizarnos nos decía que la comida estaría lista en dos minutos. ¡Ajá!

Me atrevo a afirmar que con tal de justificarnos ya sea por error, descuido o porque ya estamos chocheando y se nos olvida algún detalle, hemos recurrido a mentiras como “te prometo que no me voy a burlar”, “nunca recibí ese correo”, “estoy bien”, “te lo juro por mi madre”, “voy en camino para allá”, “jamás vuelvo a emborracharme”, “este año voy a cambiar”, “estoy a gusto así”, etcétera.

No hay que hacernos guajes: de que somos mentirosos y lo seguiremos siendo. Eso si es una verdad irrefutable, pues las falacias disfrazan el lobo que somos, de blanco corderito. Además, para mentir hay que tener buena memoria, eso que ni qué. ¡Entonces no salgas con tu choro de que nunca has mentido! Si en más de una ocasión le habrás dicho a tu pareja: “Mi amor, eres única”. Claro, sólo que te faltó agregar “como todas las demás”. Después de esa y más de cien mentiras que según nosotros valen la pena, no nos quejemos porque tenemos un país tan desconfiado e incrédulo y más ahora que se avecinan las elecciones.

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