miércoles, 21 de enero de 2015

Niños prohibidos

Hoy, gracias a la libertad de expresión es posible manifestar a todos la aceptación o repudio por algo que a nuestro modesto criterio nos llamó la atención. Por ejemplo: esto que escribo religiosamente los miércoles para que mis cinco lectores cautivos lo lean; las personas que se han empeñado por erradicar los espectáculos circulares como los circos y las plazas de toros defendiendo los derechos de indefensos animales e incluso mis vecinos que colocan cartulinas donde nos advierten a los inquilinos de la colonia la hora general para sacar la basura. Esas son situaciones que hacen de nuestro país una inmensa minoría de inconformes.

Ante tales argumentos, aprovecho este espacio para hacer lo propio con una desagradable situación que durante mi infancia sufrí, pues considero una injusticia que incluso en estos tiempos dizque modernos, se manifieste algo que data de hace más de cuarenta años. Resulta que hace unos días llegó a mis manos una bonita invitación para celebrar las Bodas de Oro de los progenitores de cierto conocido, cuyo nombre por respeto omitiré. Lo que más sorpresa causó fue el insólito caso de que en pleno siglo XXI, una pareja permanezca unida ahora que la mayoría de los matrimonios son efímeros y que han reducido el amor en algo parecido a la comida rápida. No cualquiera llega al tostón de años.

Dicen que la libertad de una persona termina en el límite donde empieza la de otra. Con esa lógica, ¿cómo es posible que en la actualidad se hagan fiestas y en la pinche invitación pongan con letra chiquita la infame leyenda de “No niños”? O sea, lo que habrá está estrictamente prohibido a menores. Aquí no aplica eso de “váyase a ver si ya puso la marrana”, simplemente porque la fiesta es de adultos. ¿Acaso será una orgía? Probablemente, durante el festejo se presentarán stripers y teiboleras, se consumirán estupefacientes y Polo Polo presentará su espectáculo. Esto me recuerda a la clasificación de las películas.

Se me hace una falta de respeto, tanto para los infantes como para las familias. La raza actual carece de valores y con condicionamientos como esos de prohibir el ingreso de pequeños a las fiestas de los mayores se coarta la llamada cohesión familiar, pues para que los progenitores se diviertan tienen que abandonar a sus vástagos con algún pariente o, en el peor de los casos, con un desconocido en la soledad de una tétrica guardería. Condicionantes como esas ponen en evidencia una especie de racismo o, subliminalmente, te están echando en cara tu capacidad de reproducción. Es decir, por tener hijos, tal vez te pierdas el guateque.

Prohibiciones así hacen que recuerde la infinidad de mitos que los adultos heredaron a mi generación, como eso de no bañarte cuando estabas resfriado, mandarte a clases con el pijama abajo del uniforme para que no te vayas a enfermar y, aparte, llevar suéter con chamarra, asemejándote al andar como los monstruos que luchaban contra Santo y Blue Demon. En el caso de las mujeres, cuando tenían su primera regla, la orgullosa madre lo hacía público. Imagino que la jovencita experimentaba la sensación de exhibición de los animales en el zoológico en esos momentos. ¡Qué irónico era acompañar a tu papá a comprar cerveza o cigarros y, una vez que llegabas a la adolescencia, él escaneaba tu cuarto buscándote alguno de esos vicios!

Igual, esos adultos ya se olvidaron cuando andaban encueraditos o en ropa interior por la calle sin ninguna pizca de pudor o cuando les llegaban las ganas de hacer pis en plena vía pública, hasta su jefecita les bajaba el cierre y hacia casita para que nadie se diera cuenta. Lo divertido que resultaba saciar la curiosidad tocando todo lo que querían o cuando soñaban con ser de grandes astronautas, bomberos, cirqueros o futbolistas, entre otras fantasías.

Es una pena que con el pasar de los años hayan crecido y se dieron cuenta que la profesión que eligieron ni les alcanza para comprar tamales de cinco pesos -de dudosa procedencia-, qué el título de la carrera, orgullo de sus progenitores, sólo sirve de cuadro para adornar la pared, y que los caminos insospechados del destino los llevó a ser papás que consideran a sus hijos como un estorbo de su vida adulta. ¿Qué culpa tienen los niños de tantos prejuicios de adultos?

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