miércoles, 14 de enero de 2015

La biblioteca de Babel*

A mí no me consta, pero en cierto libro cuyo nombre no quiero recordar, leí que el padre del psicoanálisis, Sigmund Freud, señalaba que “cualquiera que despierto se comportase como lo hiciera en sueños, sería tomado por loco”. Saco a relucir de ese texto tan “perrísima” frase inspirado por una reacción física que al rollizo cuerpecito mío le sucede cuando se encuentra en periodo vacacional. Curiosamente, al dormir durante lapsos de asueto tengo sueños a diferencia de cuando lo hago en épocas de trabajo. Imagino que el desgaste por una jornada laboral provoca que sólo mi organismo quiera descansar y evitar ocuparse de soñar.

Pues resulta que en uno de esos viajes oníricos, los caminos de la mente pusieron frente a mí una enorme biblioteca cuya clasificación bibliográfica era por nombres y apellidos de personas, el sitio estaba vacío -lo cual no fue de extrañeza pues es el estatus de cualquier biblioteca en nuestros tiempos- y sólo había un hombre longevo ataviado en telas de seda color del tiempo, melena y barba larga al que se me hizo fácil preguntar el motivo de tan excéntrica clasificación. Su cavernosa voz expresó que cada colección de libros corresponde al periodo de vida de un ser humano, algunas ya terminadas, otras se encuentran a la mitad y hay espacios libres para aquellos que vendrán a llenar el estante.

Era obvio que ante tal situación, la curiosidad se despertara. Lo primero que me intrigó fue que en su mayoría, las colecciones iniciaban con un tomo delgado y concluían a veces con otro de características similares. El supuesto bibliotecario respondió que así es la vida misma: unas inician a mitad de año y algunas también concluyen a mitad de otro, además de que los subsecuentes al primer libro son compendios de un año completo que se van compilando conforme la persona continúa viviendo.

Movido por el morbo pregunté por los míos. El anciano hizo que lo siguiera por un largo pasillo hacia una enorme sala, en cuyo acceso había un letrero elaborado por ratas disecadas que enroscadas, mordiéndose sus colas, formaban la palabra “Adultos”. Aparentemente acomodados estaban 46 libros, que iniciaban en 1968 y llegaban al 2014. Decidí tomar este último.

Mientras lo hacía, el vetusto archivero explicaba que cada uno de ellos serían leídos por el Creador el día de mi deceso. “Claro que tú puedes leerlos cuando gustes, pero ya no es válida ninguna corrección. Ahora no te pertenecen, son sólo de consulta pues seguro encontrarás esas páginas donde redactaste magistralmente experimentando orgullo y vanidad. De igual forma, querrás arrancar o tratar de enmendar las hojas donde tuviste falta de ortografía y pésima redacción. Ahora es tarde ya, pero toma conciencia para el que se te acaba de entregar este 2015 intentes llenar cada uno de sus episodios con una excelente redacción, aplicando el mejor de tus estilos”.

Noté que cada uno de los tomos terminaba con una hoja blanca después de una sucesión de puntos suspensivos y le dije: “¿No te parece cómo que les hace falta algo al concluir?”. El hombre ensanchó sus pupilas y entre suspiros respondió: “A ti y a todos les falta agregar sólo dos palabras, con las cuales los humanos serían genuinamente humanos: ‘¡Gracias y perdón!’”. Dicho esto, el escenario creado por la imaginación se desvaneció debido al estrepitoso sonido del timbre del despertador que me hizo volver a la realidad.

Como todo aquel clásico arrepentido que durante sus años mozos dio al diablo la carne, ahora intento brindar a Dios mis pellejos, pidiéndole cada mañana al despertar, que no sólo tome de mi mano para redactar la página de mi nuevo libro como lo hacían las profesoras de Primaria cuando nos enseñaban a escribir, sino que también tome el corazón para no seguir equivocándome con el prójimo.


*Escrito basado en un texto del folleto 5 Minutos de oración en el hogar, número 314, diciembre de 2014.

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