miércoles, 1 de octubre de 2014

Los días más felices de nuestras vidas

No sé si a ustedes les sucedió, pero a mí, cuando era niño, no me gustaba ir a la escuela. La Primaria fue un lugar que inspiró soledad y tristeza, pues estar ahí significaba pasar un tiempo alejado de mis seres queridos, convivir con otros infantes que no eran mis amigos del barrio -es más, algunos hasta agresivos se comportaban-, seguir las ridículas ordenes de un adulto que, para no desempeñar bien su función docente, nos ponía a realizar numeraciones, extensas planas de texto copiadas de los pesados libros y memorizar resúmenes para repetírselo cuando éste nos lo solicitara. Además, coincidía con la comparación de Paulo Freire, donde afirmaba que las escuelas, hospitales y cárceles se asemejan en su estructura física, sólo que en las primeras sus celdas no tienen rejas y debes permanecer ahí por presión familiar.

Durante el recreo, la alimentación era repetitiva. Después de pasar ahí cuatro semanas, te dabas cuenta de que el menú consistía en consumir lo mismo. Además, le dabas a la señora del estanquillo la moneda de cinco pesos a cambio de dos tostadas de cuerito y tenías que elegir entre un vaso con agua de jamaica o dos chicles, o sea, que tu capacidad de elección desde ahí te la empezaban a marginar. Tiempo después, gracias a Chabelo y su Catafixia, comprendería que la vida en sí, es cambiar lo que conseguimos por algo indefinido, ignorando su valor y sin la jodida oportunidad de recuperarlo una vez hecho el trueque.

Imagino que ese negocio de las cooperativas escolares si era redituable, pues en el poco tiempo que fui estudiante me tocó ver la disputa entre dos profesoras por administrarla, a tal grado de llegar a las ofensas entre ellas. ¡Mira, qué mal ejemplo para la chamacada! Siendo sincero, extrañé el no haber traído mi celular para documentar tal discusión y subirla a YouTube para dejar constancia de los hechos, pero para eso tendría que esperar veinte años.

Como siempre he sido de buen comer, prefería guardar mi capital escolar para la salida, pues ahí me esperaba el señor del carretón de madera con su deliciosa fruta. Era imposible resistirse al pico de gallo qué él preparaba a base de jícama, pepino y mango con mucha sal, chile y bastante jugo de limón. En la actualidad, cuando desayuno mis deliciosos medicamentos para tratar la enfermedad por reflujo gastroesofágico y la úlcera péptica, hago un recuento de todo lo grasoso, picante y ácido que he comido, pero la verdad lo disfruté.

Con el calorcito del mediodía se antojaba visitar a la Doña de los raspados, quien rascaba ese hielo transparente y de dudosa procedencia al que le echaba conserva de guayaba, nance, piña, limón y tamarindo. Aquí siempre se colaba la inquieta abeja que terminaba aderezando el néctar estampándose sobre él. No podían faltar esos juegos donde la probabilidad de ganar o perder no dependen de nuestras destrezas, sino del azar, dando con ello nuestros pininos en las apuestas y clientes en potencia de los casinos que treinta años a futuro se construirían en nuestra ciudad y que tenían como precursor a Don Ramiro, el anciano que nos vendía rifas tipo “rascadito”, donde por un tostón uno podía ganarse un chicle de cajita o la máscara de Huracán Ramírez.

Afortunadamente, sólo estuve en la Escuela Primaria seis semanas, pues fui más productivo laborando que estudiando. Entonces no regresé a ella hasta que estuve lo bastante peludote y descubrí que la educación formal es una llave que puede abrir más puertas. En varias ocasiones regresaba a la salida para disfrutar de las vendimias. Hoy lo he hecho nuevamente por el mejor de los caminos: el recuerdo y la nostalgia de uno de los días más felices de la vida.

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