miércoles, 20 de marzo de 2013

Los Colimotes

Todo mundo en algún momento de la vida hemos tenido uno, incluso hay quienes ni siquiera saben que lo tienen por mérito propio, otros se siente tan orgullosos del que les pusieron que prefieren que los llamen de esa forma en lugar de su verdadero nombre, me refiero al apodo, ese alias que suele dárseles a las personas considerando sus defectos corporales o ciertos detalles semejantes o comparativos con objetos y animales.

La palabra apodo según la Real Academia de la Lengua Española, proviene del latín apputāre que significa juzgar, acción que efectivamente se hace cuando designamos un mote a ciertos individuos, aquí apreciado lector no me salga con la mentira de que usted jamás ha puesto uno, todos hemos recurrido a ellos para dar nuestra modesta opinión sobre las cualidades y características particulares de la gente que sin conocerla a veces las juzgamos y en lugar de investigar su nombre real optamos por llamarlos por ese defecto que tienen.

Expertos señalan que ese tipo de lenguaje a la larga llega a estigmatizar a las personas, incluso existen apellidos que se han derivado de apodos; psicólogos consideran que es en la primaria y secundaria donde más se fomentan como violencia verbal que llega a afectar la autoestima y el rendimiento académico de quienes los reciben como una forma de identificación en el aula.

Otra característica de los apodos es que nadie está exento de ellos, es más, a algunos hasta les sobran; curiosamente a veces tienen su origen en el hogar, cuando los progenitores en lugar de llamar a su vástago por su nombre de pila, lo denominan “El Chiquito”, “Bodoquito”, “La Pirruña”. “Titino” hasta “Sopito de perro” si es el más pequeño de los hijos, ¡hágame usted el favor! También ya creciditos, en familias de varios integrantes a los padres les resulta más fácilmente identificarlos por motes, entonces ahí tienen su origen algunos emblemáticos que en los niveles básicos de educación se perpetuarán.

Por favor señores padres de familia, olvídense de esa artimaña de querer hacer que el nombre de sus hijos combine con el apellido, como el de Zoila Flor Del Campo o Reina De la Huerta Reyes, pues muchas veces ni caen en la cuenta de que en tales combinaciones se llegan a generar lapsus linguae que se transforman en originales albures, por lo tanto si es la familia Madero, por favor no le llama a su hija Alma, al igual si el apellido paterno es Galindo, ni se le ocurra ponerle Mónica o Verónica, mucho menos mezcle el nombre de Alma con Marcela y aparte si se apellida Rico, pues la pobre chica qué culpa tiene de que toda su vida la traten como una broma.

Por estar frente a grupo a los que ejercemos la docencia nos sobran apodos, lo más patético es que los estudiantes a pesar de que a varios de ellos por sus defectos físicos y carencias intelectuales les vendrían como anillo al dedo más de dos, pero en fin, ¡la zorra nunca se ve su cola! Para empezar es común que a los profesores que ya pintan canas les digan “cabeza de cebolla”, “mofeta” o “plateado”; los que ya no contamos con pasto en la azotea, o sea, los calvos, nos digan “frente de rodilla”, “Pelacuas”, “Cinco… pete”, entre otros más; en toda institución educativa no puede faltar ese arquetipo del magisterio que no enseña nada, nunca se interesa en el interés de sus estudiantes en cuanto a aprendizajes se refiere, pues al final todos aprobarán las asignaturas que éste imparte, incluso los que nunca entraron, por esa razón la raza lo llama “El Barco” o para hacerlo más de marketing “El Titanic”.

La envidia es otro factor que influye para que demos fe de bautismo a todos aquellos que nos superan en distintos rasgos, si nuestro vecino a duras penas cambió de coche, lo más seguro es que le nombremos “El Presumido”; misma dosis se le receta a la curvilínea damita de falda corta y escote prolongado, pues resulta que para las mujeres de escasos atributos ella es una “Cualquiera”, “suripanta” o que se dedica al oficio más antiguo del mundo, ¡y nos es precisamente la carpintería!

Existe otra gama de apodos en los que muchos estarán de acuerdo con llamar así a quienes ostentan tales motes, pues incluso son del dominio popular, razón por la cual el que nunca falta es ese colega de trabajo que cuando el jefe o director no se encuentra se cree el segundo al mando, y por tal virtud todos los subalternos lo llaman de cariño el “directorcito” o “Jefecito”; también existe ese insigne personaje de todo empleo, cuya cualidad es imitar lo que el pez hace en el agua, es decir, nada, mérito que le atribuye el sinónimo de huevo gigante o “flojo”, y ya mejor aquí le paro, pues no vaya alguien sentirse aludido y se ofenda.

Todos hemos puesto o nos han bautizado con esos ridículos motes, es más, hasta en el amor los hay, a poco no es común que entre la pareja se hablen con sobrenombres de pastel o partes del cuerpo un poco prohibidas a menores. Entonces no se ofenda si por ahí sabe del suyo, recuerde los que ha puesto y hágase el disimulado, por algo somos los Colimotes.

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