miércoles, 20 de octubre de 2010

Historias del rascatripas

Cuando uno se pone a revisar su árbol genealógico se topa con personas tan disímiles, tan raras, que muchas veces ni nos imaginamos que forman parte de nuestra familia, por ejemplo, los primos de papá y mamá, hay que considerarlos como tíos al igual que los hermanos carnales de nuestros progenitores. Una de esas rarezas familiares, es el primo de mi padre, al que todos llamaban como ese árbol perteneciente a la división de las Gimnospermas, del orden de las coníferas; imagino porque se llamaba Agripino, y como es común en nuestro país, muchas veces no nos agradan los nombres legados por nuestros antecesores, razón por la cual éste prefería ser llamado Pino.

Este tío era trovador y bohemio por oficio, o sea, se ganaba el pan nuestro de cada día tocando y cantando canciones con una guitarra tísica y viuda en las diferentes cantinas, congales y prostíbulos del Colima de los años cuarentas. Debido al ambiente donde desarrollaba su profesión muchas de las veces los clientes en lugar de pagarle con monedas las desentonadas melodías que interpretaba, le invitaban distintos tipos de bebidas, ya entrado en copas le llegaba un estado de ánimo tan insoportable que los administradores del lugar se veían en la necesidad de llamar a la policía para que lo sacaran, con la terquedad que factura al alcohólico, insistentemente regresaba para ser corrido de nuevo, hasta que otro ebrio se solidarizaba con su causa armando tremendo lío.

En una de esas trifulcas su sacrosanta lira de Paracho fue sacrificada, pues la utilizó como escudo protector ante las trompadas que un gañán, le empezó a propinar por haberle coqueteado a la fichera que le acompañaba; a falta de centavos recurrió al auxilio de un amigo carpintero, el cual sustituyó la base trasera por barato triplay, lo mismo sucedía cuando no tenía recursos económicos para comprar cuerdas, le ponía hilo de cáñamo, argumentando que bien afinada ni quien lo notara, además a los violines les ponen tripas de gato como cuerdas y eso es más asqueroso.

Era de muy gran corazón, pues seguido cambiaba de pareja, gustaba de ir a los pueblitos que hoy difícilmente se pueden localizar con un GPS, a robarse a las aborígenes, engañadas con no sé que cuento se las traía a la ciudad, todo era felicidad hasta que las preñaba, ya embarazadas las inocentes mujeres se cercioraban de que a cuenta de canciones y sueños guajiros no iban a comer sus hijos, entonces terminaban por abandonarlo, regresándose a sus respectivas tierras, mientras el tío Pino, se sentía orgulloso de ser el máximo precursor de la tradición del Patriarca Abraham, multiplicando su descendencia como las estrellas del firmamento.

Cada vez que papá, nos llevaba a visitarlo además de admirar los cuatro perros de siempre que curiosamente se llamaban todos iguales sin distinción de raza y sexo, así como conocer a su nueva mujer, me gustaba escuchar las anécdotas que relataba, entre las que figuraban aquellas cuando Dios hizo al mundo y castigó a las abejas por matar a otras especies con su letal veneno obligándolas a producir miel y sacrificar su propia vida al picar, argumentando que hoy sí se muere la gente a causa de la miel de abeja, pero sólo los diabéticos; con señas ejemplificaba como el creador tomó las orejas del burro y en cada jalón repitió su nombre para que no se le volviera a olvidar, así también nos decía como castigó al alacrán quitándole las alas, para evitar que matara volando, con cierto agasajo en su paladar opinaba que si los alacranes dieran miel, su refugio sería el agave y la miel que estos producirían sería el exquisito mezcal.

Una de sus anécdotas que me resulta indeleble, es cuando en una de sus rondas laborales y con más de quince copas en la panza, en el conocido barrio de San Francisco de Almoloyan, entró a tocar a un pequeño bar, estando ahí dando sus mejores notas, de la bodeguita salieron dos hombres abrazados del cogote, uno era Chuy el elegante y fino dueño de la cervecería con su imagen a lo Clark Gable, el otro una figura que en su estado de embriaguez al tío se le asemejaba a su artista favorito, el conocido carpintero del Guamúchil, Sinaloa, con su mascada de seda amarrada al cuello, una fina camisa en satín verde pálido con botonadura de plata, pantalón de dril con plises café y su clásico bigote delgadito.

Aproximándosele lo cogió del brazo y le dijo, “quíhubo barrigón, arráncate con la Tertulia, tú me haces segunda, ¿sale?”. El tío todo nervioso empezó a hacer llorar su instrumento de cuerdas; el entusiasta tipo mientras cantaba, bailaba con el dueño de la cantinita y gritaba, “¡este Chuchis, es más hombre que todos los aquí presentes! ¡Aaajua!

En su mente la duda e incertidumbre envolvían a Pino, pensando que si se parecía al gran ídolo nacional, que en 1942 admiró cantando en la cancha del Deportivo Militar General Andrés Figueroa, sólo que este individuo tenía más de cinco dedos de frente, se veía menos corpulento que en las películas que repetidas veces disfrutó en el Cine Juárez; entonces convencido de que por lo borracho que estaba lo había confundido, terminada la canción, le dio las gracias y optó por abandonar el lugar, recibiendo un billete de diez pesos como respuesta, sus pupilas se ensancharon al ver la denominación del billete y casi arrodillado agradeció el apoyo, diciendo entre dientes “a sus pies, si no le rugen”.

Veinte años más adelante, unos amigos le confirmarían que el personaje que acompañó musicalmente era el mismísimo artista que tanto dudó, le entró una rabia consigo mismo por no haberse quedado a seguir la parranda con tan ínclita celebridad de la farándula nacional.

La última vez que vi al tío Pino, fue una madrugada cuando tenía dieciocho años dirigiéndome rumbo al ejército a cumplir con el Servicio Militar Nacional, este iba interpretando canciones en la ruta de transporte y cuando me vio, esbozó una chueca sonrisa, empezando a entonar “con todo respeto al seme ene, esta es para ustedes por madrugadores”, se escuchó de forma aguardentosa la canción de “Dios nunca muere”.

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