miércoles, 17 de diciembre de 2008

Entre lo onírico y la realidad

Siempre he dicho que es mejor soñar despierto, más los sueños que a continuación relato ponen en duda mi realidad, pues a veces es tanta la imaginación que le imprimo a la vida que algunas veces llego a dudar sobre si lo que estoy viviendo es una quimera, una condición real o tal vez un poco peor, una pesadilla.

El primero de ellos acontece en los años noventas, en realidad esta década a mi nunca me gustó, a pesar de que tuvo sus momentos reconfortantes, por ejemplo el periodo de tregua y paz como cuando cayó el muro de Berlín y la desintegración de la URSS generando la consolidación de nuevos estados con todo y sus respectivos regimenes políticos, igual ambos sucesos sin lugar a dudas hicieron obsoletas y caducas todas las enciclopedias y las películas de espionaje así como complicarme la vida académica al tener que aprender los nombres de la Comunidad de Estados Independientes de la exunión Soviética.

Es precisamente a principios de esa década cuando me encontraba realizando mis estudios de bachillerato, entre el inadvertido olor a hormona, pero que bien se dejaba sentir en la libido generando grandes explosiones en las múltiples poluciones nocturnas y el tributo onanístico que le rendía a mi hermosa profesora de inglés, el acné haciendo lucir mi nariz de chile relleno como una asquerosa fresa putrefacta y las incontables brutalidades cometidas en el terco afán de ser alguien.

Frente al bachillerato donde hacía la mimesis de estudiante existe un enorme terreno en el cual se asentaba cada año un conjunto de gitanos, y cuando uno es adolescente es peor de curioso que los chimpancés, motivo por el cual algunos compañeros de clase y este, su inseguro servidor, continuamente acudíamos a su campamento con el propósito de contemplar a las bien dotadas hembras que formaban parte del clan. Por unas cuantas monedas las gitanas se ofrecían a leernos la mano, y mientras así lo hacían, nuestro cerebro fraguaba cual película francesa los mejores guiones eróticos al sentir el roce de su piel con la nuestra.

En una de esas visitas llevaba un propósito particular, esta vez iba a comprobar el mito, -no lo puedo clasificar como urbano pues estos sujetos son nómadas-, de que las hembras gitanas no utilizaban ropa interior, por la parte de arriba era obvio contemplar tal hecho, al observar el aleteo de las mariposas de sus tibios pechos libres, pero en la prenda de abajo había una larga falda que por un lado castraba toda razón de deducción y no permitía obtener una prueba fidedigna de tal patraña. Utilizando la argucia de la quiromancia a una de ellas le ofrecí unas monedas, gustosa la mujer se acerco, cogió mi mano derecha y empezó sus pronósticos, pasado los minutos y aprovechando que se encontraba ocupada sorpresivamente levante sus enaguas hasta poder apreciar lo que se ocultaba debajo de ellas, desde tal perspectiva pude comprobar que el mito era una realidad.

El enojo de la fémina fue tanto que con acento furibundo balbuceo unas frases en dialecto desconocido, asegurando al final de sus palabras en perfecto castellano que moriría a la edad de 51 años; a partir de ese día vivo en penitencia esperando esa fatídica fecha, siendo así un mártir de la ciencia gracias a mi noble intención por desmitificar las ficciones que los seres humanos creamos con tal de tener algo nuevo que contar. Por más que intento olvidar la sentencia engañándome de que fue un sueño, no puedo, pero bueno aún falta tiempo para que eso ocurra, mientras trataré de vivir como si fuera mi último día disfrutándolo al máximo; siempre he dicho que para sobrevivir en este mundo existen dos alternativas una es sufrir las cosas y otra es burlarse de ellas, y como ustedes se habrán dado cuenta, prefiero cada vez que se pueda optar por la segunda opción.

El segundo hecho ocurre en los inicios del siglo veintiuno una madrugada al abrir los ojos estoy acostado en una cama de hospital rodeado de dos jóvenes y una mujer de edad avanzada -que por cierto no pude verle el rostro gracias al paño que enjugaba sus lágrimas-, al ver mis manos note las arrugas y manchas de senectud, inmediatamente toqué mi cabeza para cerciorarme si a esa edad aún conservaba mi cabello, fue un alivio sentirlo, pero un sorpresa desagradable al darme cuenta que mi abdomen se encontraba lleno de tubos y mangueras, el brazo derecho conectado al suero y un marcador de pulso que como reloj de arena marcaba el latir del corazón y por ende era el cuenta gotas de mis días.

Reaccioné cuando uno de los chicos le comentó a la mujer madura, que por fin abría los ojos; de pronto ingresó a la sala una enfermera, de esas que suben la fiebre por lo bien proporcionada de su figura, y me dice “Don Marcial cómo se siente hoy”, al intentar responder inhalo aire y cierro los ojos, cuando los vuelvo abrir estoy de nuevo en mi habitación, sigo siendo el mismo, esta vez más intrigado y dando credibilidad a lo que una vez dijo Calderón De la Barca de que “la vida es un sueño”, pues a lo mejor esto que estoy viviendo es sólo un sueño más de mi verdadero yo que agoniza y tal vez es la razón que me mantiene aferrado a la vida en el lecho de muerte; así que por favor no me vengan a sonar el despertador, pues soñar para ustedes no cuesta nada, más para mi es vital.

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