miércoles, 19 de noviembre de 2008

De profesión profesor

En días pasados caminando por las ardientes calles de nuestra velocísima ciudad escuché una voz que decía, “Adiós profesor”, la primera vez no me sentí aludido, fue hasta la tercera ocasión, que reaccioné, pues para ser sincero tengo diez años ejerciendo la docencia y aun no me lo creo, es decir, todavía no me acabo de convencer de que soy un profesional en ese ramo, será que no me siento un producto terminado, ¿Qué puede enseñar un tipo que tiene más problemas imaginarios que reales? Que cuando está escribiendo en la pizarra duda de su calidad ortográfica, pues el corrector de ortografía y gramática de una computadora no le ha permitido mejorarla, también entra en conflicto al tratar de resolver un problema de aritmética frente del grupo y para lo cual erróneamente recurre al apoyo de la calculadora de su celular, ¡Vaya ejemplo que les doy!

Gracias a la ansiedad de avanzar más de prisa en el programa de estudio mi lenguaje padece de ecolalia, cayendo equivocadamente en breves lapsus lingues que terminan por confundir a los discípulos. En repetidas ocasiones durante las clases mis soliloquios me dejan aislado del grupo, pasando a formar parte de la abulia mayoritaria de los estudiantes y de forma abrupta a la ignominia generalizada. Lo rústico de mi hablar me ha metido en más de una vez en problemas de expresión con mis colegas, pues esa idea impropia de creer que un lenguaje coloquial sin utilizar impertinencias sería un lenguaje incompleto, para algunos que se dicen catedráticos ha resultado una ofensa o falta de respeto a la inteligencia de los alumnos.

Si para algunas personas soy un docente, entonces me considero un profesor artesanal que no utiliza las nuevas tecnologías con el pretexto de que no ofrecen garantía a la hora de ponerlos a funcionar de forma correcta y peor aún cuando son necesarias, en realidad no quiero admitir si es por flojera o ignorancia que prefiero no hacer uso de ellas durante el ejercicio de mi profesión. Muchas veces corrijo a aquellos que se empeñan en llamarme “maestro”, pues al fin cuentas éste es un título académico de cierto nivel educativo y honestamente aún no lo ostento; más si incomoda cuándo un atrevido joven me llama “maistro", ¡Qué tal! Ni que fuera albañil. Bueno en sentido figurado o metafórico muchos llegamos a considera al proceso enseñanza-aprendizaje como una construcción del conocimiento, de ahí que la docencia adquiera un sentido de constructor.

Ya tocado el tema sobre elaboración, cuando diseño los exámenes, pienso que hago pruebas evaluativas que en la mayoría de las veces son válidas únicamente para mí, ya que en repetidas ocasiones son útiles para sondear la capacidad de memorización y retención de los estudiantes en lugar de obtener una perspectiva global sobre sus aprendizajes.

Me apena mucho cuando los padres y madres de familia consideran que es uno quien debe de inculcarle ciertos valores a sus vástagos, cómo diablos voy a hacerlo, si con dificultad puedo evidenciar socialmente los pocos que tengo, ahora resulta que se los tengo que transmitir, digo para eso son un núcleo familiar, y considero que es precisamente ahí donde se forjan las responsabilidades éticas y morales; otra cosa que me molesta mucho es cuando estos progenitores me exigen que les de consejos a sus hijos, ¿Consejos, pero de qué clase? Si con ciertos aprietos sobrevivo gracias a lo que la transa en la vida me lo ha permitido.

A pesar de todo lo anterior, esta labor es una de las que más me agradan, y además es la única que tengo, por otro lado agradezco a todos esos padres y madres de familia, y sobretodo a sus hijos el depositar su confianza en personas que son totalmente ajenos a ellos e incluso unos perfectos desconocidos, pero con el simple hecho de cultivar este trabajo, nos consideran como los guías de sus aprendizajes y en repetidas ocasiones nos llegan a creer hasta tutores de la formación académica que entre los muros de una escuela compartimos.

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