jueves, 30 de junio de 2022

Gertrudis.


Creo que esta ciudad, al menos a mí no me importa por lo que me da en concreto, sino por lo que me hace imaginar, a pesar de que la quieren transformar en un espectro moderno, continua siendo onírica, basta escuchar a las personas que aún hablan esa jerga tan nuestra -a punto de la extinción por lo políticamente correcto-, ver que todavía contamos con calles empedradas en una ciudad que se quiere creer metrópoli, es la
 neta que se disfruta, estar consciente que la gente sigue domingueando en el Jardín de San Francisco de Almoloyan a pesar del titipuchal de indigentes que hay en las inmediaciones del templo, caminar por cualquier barrio encontrándote con gatos, perros y pichones más humanizados que la misma sociedad.

Ahora que toco el tema de los animales, recuerdo que, durante mi infancia, Ramona la abuela materna, con lo ahorrado de las lavadas de ropa ajena, compró una gallina buche pelón a las marchantitas de Zacualpan en el mercado Pancho Villa, con el fin de comer pollo relleno esa Navidad de aquel aciago 1978; al llegar con ella a casa, mis hermanos y quien firma lo que escribe, nos pusimos bien contentos, inmediatamente le soltamos el ixtle de su patita, la echamos al patio y le pusimos de nombre Gertrudis, la abuela esbozó una débil sonrisa, pues sabía que a partir de ese bautizo, el ave ya no sería nuestro banquete, sino la mascota oficial –un desastre anunciado según mamá-, agregándose a la familia una boca más por alimentar… perdón un pico.

Y así se la vivía la Gertz, escarbando en el patio para sacar lombrices, dándose sus baños de arena, tirando las latas de chile jalapeños La Costeña que servían de macetas para los rosales de mí amá, durmiendo en los lazos de la ropa al anochecer, rodeando la mesa cuando nos veía comer en espera de unas migas que le echábamos a escondidas, echarse sobre el televisor de bulbos para calentarse un poco mientras veíamos Burbujas los domingos, tenderse al sol con las alas abiertas cual lagartija pizpireta, coqueta y locuaz. Un dato insólito era cuando tragaba un titipuchal, pues se le inflaba la molleja a punto de morir por falta de oxígeno, entonces la abuela le hundía un alfiler en esa parte de su anatomía provocándole exhalar a través del orificio un fétido olor, después de esto corría nuevamente como si nada a seguir comiendo.

En casa hacíamos dieta obligada de frijoles, café con galletas de animalitos, leche bronca y natas con tortillas, hasta que cierto día, el óvulo no fecundado de la gallina se materializó en un enorme huevo, ¡wooo, pinche Gertrudis se la rifó! Llegaba así a nuestra mesa la Torta de huevo para almorzar o cenar, y a partir de ese día, mi abuela se inició en la industria avícola para los vecinos de la colonia Magisterial, mi entrañable barrio, en dónde cometí mil y una de mis tonterías, modestia aparte, pues como el discurso de Picasso, nunca busqué, solo encontré, además de sobrebeber y comer.

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