jueves, 9 de junio de 2022

El baile de Las Amarillas.



La ciudad de Colima, dejó de ser de las palmeras a ser del asfalto y concreto, con sus jardines verticales, pues a punto de extinción están los horizontales de tanto conjunto habitacional, con sus vecinos sentados al quicio de las puertas de sus casas a partir de que El Astro Rey se mete en la cuna a roncar, mientras ellos reciben la falda del atardecer con los nuevos arguendes del día que está a punto de morir, algunos en compañía de sus chatas —sí, como dice la canción—, otros con sus familiares, vecinos y quien se deje hipnotizar por el hechizo de lo que transcurre en las aceras.

La ciudad de Colima no es nada más la calle Madero o La Calzada Galván, lugares que sus orígenes datan de hace muchos años, y que los podemos encontrar en archivos históricos, pero si los encuentras en Google, oye, ¡qué bueno! ¿Te has preguntado cómo surgieron los nombres de esas colonias o barrios colimenses que por su popularidad se nos han grabado en nuestra memoria? Hace unos días viajando en la ruta 10, compartí asiento con un señor de avanzada edad que vendía servilletas bordadas, y al ver por donde había abordado el camión, me platico que antes vivía por la colonia Miguel Hidalgo, esa que todos conocen por Las Amarillas —ubicada en la capital colimense—, y que él sabía por qué la llamaban así.

Con elocuencia el octogenario explicó que el barrio de Las Amarillas debe su nombre a dos damitas que les encantaban los guateques que su tía doña Cucha —así no se llamaba, era su apodo, pues dicen que se le enchuecaba la boca al hablar— organizaba, en donde se mezclaban bailes guapachosos con tabaco de hoja, cerveza y perfume Siete Machos, cabe aclarar que las chamacas cobraban por pieza de baile a quienes las invitaban, por su parte la tía era experta en pachangones de esos que te quedan ganas de que nunca terminen, la imagino como una especie de disyóquey, pues amenizaba los dancing con un tocadiscos de baterías, es más, con su penco se iba a recorrer las rancherías del Colima antiguo cargándolo con tremendas bocinotas y dos cofres de madera repletos de vinilos, como plus y atractivo visual, se hacía acompañar de sus guapas sobrinas a quienes por la blancura de su tez las conocían como Las Amarillas.

Compartían vecindario con don Chabelo, quien era propietario de una cervecería, donde las chelas estaban rete petateadas, es decir, bien frías y con las que se abastecían las pachangas, además de poner al servicio de los tertulianos que se daban cita religiosamente a los bailes de doña Cucha y sus sobrinas, por cincuenta centavos, o sea, de a tostón, el cuidado del caballo, y por diez centavos extras, el potro podía degustar de una alfalfa verde como esmeralda mientras su dueño pactaba con el dios Baco, al finalizar la farra, don Chabelo les traía su jamelgo y los montaba, algo así como un valet parking. Créanme que me arrepiento de haberme bajado del camión, pues también este anciano dijo saberse los orígenes de la calle España y El Callejón del Cura, ¡esas no me las pudo contar!

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