jueves, 20 de febrero de 2020

A dos de tres caídas

Los que me conocen pero no saben quién soy, de sobra echan de ver que la lucha libre es de mi agrado, por los diversos libros que hay en casa sobre el tema, las figuras de luchadores y las máscaras colgadas en la pared del cuarto de máquinas; como deporte no le encuentro atractivo, es en realidad toda su parafernalia, saliva, sudor y sangre -¡no, no son los discos de Thalía!- a dos de tres caídas sin límite de tiempo, en donde cual película repetida, casi siempre las dos primeras con enredos y engaños los rudos ganan, para después en la tercera los técnicos logran la rendición de sus adversarios con patadas voladoras, saltos desde la tercera cuerda y llaves chingonas.

A los ocho años fue la primera vez que acudí a ver este evento en vivo y todo color -es que antes las veíamos a través del televisor blanco y negro zonda de bulbos que mi jefecita lavando y planchando ajeno compró-, gracias a la motivación de mi padre e inspirado por la máscara de Huracán Ramírez, la neta yo hubiera preferido la del Santo, pero se veía bien chafa confeccionada en terlenka blanca, wee, ni plateada estaba, luego, mis ojetes cuates del barrio, iban a estar moliendo que era la del Dr. Wagner y no la del Enmascarado de Plata.

Para ser honesto, esa noche de sábado no me importó perderme Fiebre del 2 con Fito Girón y Chela Braniff, pues en La Almoloyan, nuestra catedral colimense de la lucha libre, además de que mi padre por vez primera había preferido llevarme a ver un espectáculo de tal envergadura que tomarse unas caguamas, lo acompañaba, nada más y nada menos que la estrella del cuadrilátero: Huracán Ramírez, a quien sin miedo le importó poco que se apagaran las luces e iniciara la función dando paso entre el griterío de la afición a los gladiadores. Hoy quien firma lo que escribe, sin ser luchador, ha perdido la máscara y la cabellera en la pelea de la vida y solo vive de recuerdos.

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