jueves, 9 de enero de 2020

Íconos colimotes

En la adolescencia aprendí a convivir con ciertos personajes de la fauna de aquella floreciente Ciudad de las Palmeras, sujetos que a pesar de invadir la privacidad de los peatones, se fueron arraigando a la cultura y, por qué no, al folklor de una población que se movía en bicicleta -que curiosamente portaban placas con matrícula de tránsito- por las empedradas calles que aún no alcanzaban bautismo de avenidas como las actuales, en las que uno se persigna cada vez que sales con tal de obtener la tolerancia extrema al ruido y que ningún simio al volante te apalcuache.

Un domingo no podía faltar entre los puestos de fayuca del tianguis “Pancho Villa”, ese clarinazo de trompeta de José María Zamora González Don Chema, pa´la raza-, con su carretón de tejuino, bebida étnica que además de quitar el calorón entre los comercios de baratijas y chucherías, según Don Chema era medicinal, pues curaba el Sida y lo… (Debido al lenguaje políticamente correcto, no me es posible redactar lo que rima, ¡ay disculpen!). Dicharachero como ninguno, que se ofuscaba cuando alguno le criticaba a su adorado Rebaño Sagrado o que pidieran fiado en son de guasa, pero el néctar de maíz con su limón y bien helado era una delicia, ¡Mmmm!

Religiosamente de lunes a viernes, antes de entrar a la secundaria nocturna para trabajadores, ahí al ladito de la Corona Morfin, estaba Baldo -al que en su chante le llamaban Baldomero Larios Cuevas-, con su tuba, que además de deliciosa, gracias a la savia de las palmas, poseía propiedades que quitaban lo “nanguito” a los tesoneros jumentos, individuo de platina cabellera que la chamacada sacaba de sus casillas cuando le decían que la bebida ofertada era agua de Kool-Aid. Otro personaje típico en la barriada era Don Roberto Arias De la Cruz, quien empujaba la nostalgia al paladar con sus exquisitas nieves de limón, mamey o coco y cual flautista de Hamelín seguían los infantes con tal de probar una bola, cumpliendo de manera textual su famoso eslogan: ¡Lloren niños, lloren niños!

Lo confieso que en algún momento experimenté cierta empatía e incluso ahora que ya no están, es más, ni tianguis por la calle Centenario hay, extraño no encontrármelos, pero en el empedrado de mis recuerdos siguen rifándosela para llevar el pan nuestro de cada día a sus hogares.

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