jueves, 23 de marzo de 2017

Vida de estudiante (Primera parte)

Seis y cuarto de la mañana, suena el despertador, es presionado el botón de retraso del reloj – ¡cinco minutos más, son cinco minutos de sueñito extra!–, en cuanto cierra los ojos se escucha nuevamente la alarma, despierta, se siente más pesado que un costal de cemento, transcurridos diez minutos, el grito de mamá es avasallador, ¡qué no oyes la hora! Moviéndose como C-3PO –Citripio para los cuates, ese androide dorado que acompaña a Arturito– llega al lavabo, moja el rostro para sacudir los grumos de sueño, mira con desprecio el desaliñado cepillo dental, para qué utilizarlo si aún conserva los chicles de menta de ayer.

Como siempre cual acto de magia tipo Chen Kai, sobre la mesa hay un licuado de fresa acompañado de su respectivo sándwich –ya cuando te cases, existe la probabilidad de que este momento mágico no se repita jamás–, son tragados aprisa pues el claxon del coche anuncia la hora de partir. Afuera espera la sonrisa burlona del astro rey que como rana de pronto brinca a cubrir con sus rayos todo el panorama, mientras papá cual Dominic Toretto de The Fast and the Furious rebasa otros autos y se pasa semáforos en el tránsito kamikaze de al filo de las siete de la madrugada inspirado por los acorde de Back in black de AC/DC que suena a todo lo que da el estero, mientras sumergido en tus recuerdos escuchas por los audífonos “Siempre te voy a querer” de Calibre 50, al mismo tiempo que depositas la confianza en la sagacidad de quien va al volante, hurgoneas en el celular para actualizarte en las novedades de tus redes sociales.

Las luces del alba se mezclan con los incandescentes destellos de los coches que se detienen a las afueras de la escuela para dejar a los chamacos, quienes cual personajes de The Walking Dead caminan rumbo al acceso, donde los espera el director cuyo nombre ni te sabes, digo, si a duras penas identificas a tus profesores por los motes, ¿cómo diablos te vas a saber el nombre de este sujeto que casi ni ves? Incluso, Chofis la secretaria es más conocida que él. Recibes el saludo y entre balbuceos haces que respondes para que no se agüite. Son las siete en punto cuando arribas al aula, es cosa del pasado el olor a gis – ¡Ah, no manches! ¿Y eso qué es? Era una barra de forma cilíndrica arcillosa y blanca con la que se escribía sobre un pizarrón, existía el mito de que con esa operación se lograban transmitir los conocimientos–, ahora huele a plumón, más el aroma a lápiz aún se conserva, así como el buqué de añejamiento de las libretas.

Solo saludas a tus cuates con quienes compartes cierto espacio del salón así como el lonche, a los demás, pos… ¡son los demás! 7:05 a.m., el profesor de Matemáticas con portafolio en mano, saluda afectuosamente, su imagen te recuerda al cobrador que cada fin de mes pasa por el abono de la sala, hoy parece que el hada de la buena onda le dio su toque, de esa buena onda que apesta, pues de seguro saldrá con los chistecitos que de gracia únicamente tienen el nombre. Lo rescatable de él, es que por el contenido de la asignatura no se cuelga tanto de las diapositivas de PowerPoint como los otros. Todos realizan los ejercicios gracias a la estupenda calculadora científica que el docente les vendió a cómodas quincenas, llevan 30 minutos y es un alivio el no escuchar ningún chascarrillo de su parte.

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