jueves, 16 de febrero de 2017

¡Montoya no es Abelardo! (Segunda parte – ¡vaya, hasta que por fin!)

En los setentas y ochentas, las canciones de los niños eran como un estate sosiego, imagino porque a las abnegadas mamitas les había fallado su difusa idea de psicología infantil, digo, yo nunca me creí eso de: “¡m´hijo, vamos a jugar a limpiar tu cuarto!” Óigame, uno era niño mas no imbécil, al igual que cuando querían que tomaras la medicina bajo el argumento que eran chocolates y que las vacunas no dolerían, pero somos culpables de que las pastillotas amargas que nos negábamos a tragar nos las hayan cambiado por supositorios y peor, que siempre al abrir el refrigerador, ahí junto a los blanquillos, se encontraban al acecho.

Es más, ni era cierto que vivíamos en la edad de la inocencia, pues disfrutábamos al límite las cosas, de hecho, nuestro lema era: Frutsi, Marinela y Burburock de Odisea Burbujas, pues igual disfrutábamos de un pan dulce llamado Negrito, sin ningún prejuicio racial que leíamos los comics de Memín Pinguín e incluso llegamos a comprar una figura de tan singular personaje en cierta posición que en esos tiempos no era motivo de escándalo. La verdad, la justicia y el interés por las ciencias fueron inculcados por Kalimán y Los Supersabios. Nuestras actividades lúdicas eran la onda, mientras las niñas se entretenían jugando a saltar sobre un resorte que estiraban tal cual lo harían más adelante con la vida conyugal, los niños aprendimos a través de las canicas a hacerle chiras pelas a esa misma vida.

Los circos eran espectáculos con animales de verdad y personajes de la televisión que no lo eran, ¡por favor, un Tarzán con sandalias, Superman anémico volando gracias a los cables que sujetaban su arnés y el Hombre Araña con un traje tipo pijama! Nadie se las creía. Al igual que ahora, en aquellas épocas no había mayor fraude que las rifas de raspadito, donde con una moneda de a tostón rascabas el corrector blanco sobre una cinta que cubría el papel con números y ¡zas! Siempre te sacabas los colmillos de vampiro que terminaban todos ensalivados en lugar de la máscara de Blue Demon que con tanto ahínco añorabas.

Cuando uno se portaba mal, según la opinión de cualquier adulto, existía un castigo pior e incluso era preferible someterse a una terapia de chanclazos a que te prohibieran ver el lunes el Chavo del Ocho, neta, era 100% tortura psicológica de la cual hasta la fecha sigo asistiendo a rehabilitación. Al igual que por la efervescencia del nacimiento de Tohuí, compraste el casete de Yuri por la canción “El Pequeño Panda de Chapultepec” y te das cuenta que las demás rolitas del álbum Llena de Dulzura, tratan de puro despecho no apto para gente de tu edad.

El fin de mi infancia llegó ese 25 de enero de 1984, cuando en el programa Contrapunto de Jacobo Zabludovsky, el Santo expresando su opinión sobre si la lucha era circo, maroma, teatro o deporte, se quitó la máscara volviéndose ordinario y dejando a un chamaco indefenso ante las momias y vampiras que empezaban a pulular. Para rematar, Abelardo de Plaza Sésamo se transforma en loro amarillo, es decir, hicieron una mixtura entre Montoya y el entrañable dragón emplumado, a partir de ello, la niñez no es como la viví, es como la imagino en cada recuerdo.

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