jueves, 9 de febrero de 2017

¡Montoya no es Abelardo! (Primera parte – ¡no manches, todavía hay más!)

Al redactar esto estaré siendo bien híper cursi, pero para mí el evocar la infancia provoca un suspiro de esos que hacen que al corazón le dé laringitis. En la época de mi niñez, como ya se han de imaginar, no había You Tube, sólo contábamos con dos opciones en la televisión: verla o apagarla, si éramos de los que elegían encenderla, todos veíamos la misma programación, siendo lo más chingón el comentar entre nosotros las tramas de las caricaturas y series poniéndole más cosecha nuestra que de lo que trataban en realidad.

Mientras la formación académica de la escuela era reforzada con el programa de Plaza Sésamo, tanto para los que asistían a clases como para los que no, recibiendo instrucción sobre las dimensiones y figuras geométricas, así como adentrarnos en cantidades numéricas gracias a la didáctica de Archibaldo y el Conde Contar; ahí conocí a Abelardo, quien en su primera versión era una especie de dragón de 2.5 metros -¿neta? Bueno, yo a esa edad así lo veía-, con plumas y una voz como de alguien aflojerado, después nos lo catafixiaron por un loro verde llamado Serapio Montoya, que la verdad no sustituía para nada al dragón emplumado que comía semillas de calabaza, ¡ah como molaba por saborearlas!

A pesar de que eran tiempos analógicos contábamos ya con la tercera dimensión a través del View-Master, una especie de visor en color rojo o azul en el que se introducía un disco con diapositivas y que nos lo rentaba un señor por un peso –de los de a deveras– a la salida de la primaria, al igual que con los cromos que se incluían en el sobrecito del chicloso Ko- Ri. Las diferencias de clases eran como siempre notables, las niñas “bien” jugaban con Barbies importadas y mis amiguitas con muñecas de trapo que les confeccionaban sus jefecitas, nuestro juego de mesa era el Turista, que podría ser mundial o nacional, mientras los juniors se divertían con el Monopoly, wee. Además era más chido inventar nuestras propias reglas que chutarse tooodaaas las pinches instrucciones del juego, basta recordar al burro empanzado o pamba al que pierda.

Nosotros escuchábamos mucho la radio, en ese entonces existía una estación en cierto espacio del cuadrante de Amplitud Modulada, llamada Radio Juventud, que transmitía un programa intitulado “La Hora de los niños” –sí, así se llamaba pues aún no salían con su mamarrachada de chiquillos y chiquillas, donde nos deleitaban con canciones propias de nuestra edad –ajá, con Parchís interpretando “me gustas mucho” la de Juan Gabriel, ta´bien, era para la chaviza precoz–, algunas con letras que reafirmaban el trauma ocasionado por la pérdida de la progenitora de Bambi, como esa de Cepillín de “Un día con mamá”, cuya letra incluía frases como: yo no sé por qué mamá al cielo tuvo que ir, a papá le voy a pedir que me deje ir con mi mamá, nomás de escucharla se me ponía el ojito blanco como Candy, otra igual de traumatizante era la Gallina Co-co- gua, plumífero que su cacareo era simplemente el llanto de tristeza porque de pequeña la abandono su madrecita, ¡y cómo no querían una infancia melancólica y marchita con tan lacrimosas letras!

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