jueves, 12 de noviembre de 2015

Enseñanzas de la vida

Cierta vez, leyendo de forma obligada un libro cuyo nombre no recuerdo de Paulo Freire, he aquí el resultado de cuando te animan a punta de amenazas a realizar una actividad los profesores, encontré varias ideas de tan ínclito pedagogo entre las cuales hoy rescato: “Enseñar exige respeto a los saberes de los educandos”, cita que debieran de considerar quienes elaboran programas de estudios –¡hágame el favor, pedir a los estudiantes realizar podcast y tutoriales de You Tube en un programa de estudios que cursan tanto alumnos de escuelas urbanas, así como de municipios apartados!

Los educandos son enviados por sus progenitores a recibir los contenidos programáticos que los prepararán para desarrollarse en diversos ámbitos, los desconocidos, que ejercemos la docencia, recibimos honorarios para transmitir esos contenidos, además de tener la obligación de comprobar que éstos los hayan asimilado, entonces, ¿por qué tiznados un docente invierte parte de su hora de clase a narrarles anécdotas familiares? Imagino que quienes hacen esto, tienen la difusa idea de que sus particulares experiencias retribuirán en el aprendizaje de sus educandos.

Siendo sincero nunca me ha servido escuchar la experiencia de los demás, sí les pongo atención, es más, hasta encuentro divertido o chuscas algunas de ellas, pero que sean de aprendizaje o formativo, ¡para nada! Creo que eso de contar vivencias es una fijación educativa tan arcaica, pues recuerdo que en mis épocas de estudiante –hoy continúo en la escuela, pero de la vida–, escuché infinidad de anécdotas de mis profesores entre esas laaaargas pausas que hacían en clases, donde supe de las travesuras, genialidades y proezas de sus vástagos o las inclemencias que vivieron para llegar ser lo que son.

Uno qué culpa tenía de enterarse que a sus exparejas las conquistaron con cartitas de amor –lector nacido en mil nueve noventa, te aclaro que en los sesentas y setentas no contábamos con mensajes de texto, ni correos electrónicos, menos Facebook para enviar mensajes llenos de melcocha a quienes nos gustaban–; no podía faltar aquel profesor que se quedó clavado en la adolescencia y que fácilmente se aventaba una clase teorizando sobre el origen espontáneo de bandas de rock como The Beatles, The Doors y Led Zeppelin.

También había ese docente nerd que se entusiasmaba narrándonos sus peripecias al enfrentar los desafíos del Space invaders, donde en un estado de hipnosis obligado por la consola de Atari, tenía que salir del letargo gracias a las reprimendas de su padre. El entusiasmo y la nostalgia de ya no tener Tamagotchi, remedo de mascota digital resguardada en un aparato electrónico en forma de llavero, la cual exigía ser alimentada o recibir cariño en horarios discontinuos, pero afortunadamente para su distracción, la madre naturaleza se los sustituyó por hijos. Su lado friki al máximo esplendor cuando llevaba el cubo Rubik y nos demostraba armarlo en sesenta segundos, así como las retas que hacia entre nosotros por puntos extras con tal de mejorar la calificación.

Igual de patético era aquel docente que todos los lunes convertía el aula en una especie de programa televisivo de análisis deportivo, la verdad aburría chulada escucharle externar su opinión cual comentarista sobre los equipos de soccer y lo peor, hacer quinielas entre nosotros por calificaciones.

Híjole, tanta tortura que para algunos aprovechados eran momentos de relax y lo más sorprendente es que la mayoría de los compañeros a eso sí ponían toda la atención, en cambio yo, fácilmente les hubiera echado la Policía del Pensamiento de la novela “1984” de George Orwell, para que los encerraran por crimentales, pues sus enseñanzas de la vida nunca me han sido útiles, ¡bueno creo que sí! Para escribir esto.

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