miércoles, 17 de abril de 2013

Adoración

Cada vez que existe un periodo vacacional modifico algunas rutinas de mi vida común, por ejemplo, si antes caminaba rumbo al trabajo, por el hecho de estar de asueto no significa que vaya a dejar de practicar tan agradable terapia que sirve para mantener la rolliza figura y erradicar algunas toxinas, razón por la cual busco nuevos pasajes que me permitan deambular por lugares distintos cada día, entre las rutas que establezco incluyo el pintoresco camellón que conduce a los fieles devotos del Señor del Rancho de Villa.

Cuando me toca ir el martes, que es el día en que más concurrencia hay, resulta curioso observar como entre esos fervorosos creyentes acuden peregrinos que profesan la misma fe, que serían incapaces de faltar a su cita de cada martes con la misma religiosidad que lo hacen cada viernes, cuando acuden con la hechicera, para que les erradique los sortilegios y maleficios que probablemente sus familiares, vecinos o compañeros de trabajo les están haciendo; si, esos mismos cristianos que se hacen acompañar de sus hijos pequeños colgados de amuletos ocultos detrás de la ropa, para que nadie les cause “mal de ojo”.

Tampoco pueden fallar las señoras de lentes oscuros tipo pantalla de televisor que a pleno medio día caminan ataviadas en ropa deportiva con todo y su respectiva mascota, pues además de rendirle culto al Señor de la Expiración, aprovechan la caminata para perder esas libritas extras que la zumba no puede quitar, mientras los perros que estas pasean dejan sus gracias tras de sí, para que un distraído como yo se embarre el calzado.

Algunas veces coincido con cierta peculiar ancianita que recorre el camino llevando abrazada junto a su pecho una barnizada caja de madera, que al llegar al templo, la deposita en la escalinata del altar, una vez que allí la deja se retira a hincarse sobre el reclinatorio de las primeras bancas y saca de las bolsas del mandil un rosario dispuesta a pronunciar sus oraciones mientras recorre con sus rolados dedos las desgastadas cuentas; los niños curiosos se acercan a la caja e incluso los más inquietos hasta han abierto la tapa, con tal de saber qué guarda en su interior.

Movido por el morbo, esta vez decido esperar a que salga del templo, cuando la veo bajar el atrio de la iglesia me acerco y con maliciosa sonrisa la pregunto lo que contiene su cajita, ella responde muy alegremente, “es Carlos Manuel, mi marido”, al oír tan macabra afirmación de pronto comprendo por qué las madres de los chamacos que llegaron a abrirla, los reprendían tan severamente; enseguida la octogenaria como especie de justificación explica que cuando su esposo vivía, siempre iban juntos a Lo de Villa, cada martes no fallaban y se hicieron la promesa que si llegaba a faltar uno de los dos, quien quedara continuaría llevando al otro hasta extinguirse los dos, como esas veladoras que encienden alrededor del altar.

En estos tiempos de amores y matrimonios fugases, donde los enlaces de parejas homosexuales dan ejemplo de estabilidad, la anciana y su marido en la caja son una clara evidencia de que cuando se ama de verdad, se perpetúa el amor, son el romance más largo que he conocido, y lo más seguro es que en algún lugar se encontrarán, no sé dónde, pero lo más probable es que en el corazón y la imaginación ahí continúan amándose.

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