miércoles, 9 de mayo de 2012

A toda madre


Se han fijado como en infraestructura escuelas, oficinas de gobierno, hospitales y cárceles se parecen, es más, muchas veces por las condiciones del inmueble, conforme pasan los años y deja de cumplir con su funcionalidad institucional se transforman en cualquiera de las antes mencionadas; pues una metamorfosis de ese tipo es del que fui testigo durante la extinta infancia.

Hace varios años, en el espacio donde hoy se localizan las oficinas del DIF Estatal, se ubicaba la prisión del Estado, en ese entonces estando guardadito en su interior mi papá por fumar hierba mala en plena vía pública, fue cuando conocí a una serie de singulares sujetos sin nombres ni apellidos, sólo se identificaban entre ellos por sus apodos y motes que se habían ganado por mérito propio; también resultaba curioso como todos compartían su estancia al lado de homosexuales que permanecían presos por lo que actualmente nos parece una simpleza, el hecho de haber declarado abiertamente su preferencia sexual, razón por la cual en aquel entonces eran llamados mujercitos.

Entre esos personajes, había uno al que todos conocían como el Cocaleca, porque se iba quedando calvo y también porque era bien pinche cocainómano, cada domingo de visita familiar, me llamaba mucho la atención su singular forma de bailar, a este individuo la única música que lo hacia sacudir el esqueleto era el mambo, siendo su canción predilecta la de “Mambo Café”, cuando el grupo musical que organizaba las tertulias dominicales en prisión la interpretaba, el cuerpo del Coca se movía como el de un epiléptico.

Siempre vestía una guayabera color beis, su pantalón de dril a cuadros con las bastas dobladas hasta el tobillo, pues como calzaba huaraches de araña, le incomodaba que se le fuera a ensuciar. El delito por el cual estaba cubriendo una sentencia de cincuenta años fue el de haber intentado sustraer las cuatro polveras del Ford Deluxe V8, de un acaudalado político.

Nunca vi un domingo que alguien le fuera a visitar, es más, hasta los promotores de cierta religión cristiana ni se le arrimaban, pues decía que la única persona que le leía bien bonito la Biblia era su Jechu –contracción de las palabras jefecita chula, que alguna vez utilizaron los Polivoces-, era tanta su devoción por su progenitora que la respetable mujer nunca se enteró de que su hijo se encontraba preso, para ella, él andaba de marinero en el Puerto de Veracruz.

En vísperas del diez de mayo, cuando gracias a la bien armada estrategia mercantil, nos hacen reconocer que todos tenemos mamá, al Coca le invadía la nostalgia al recordar cuando en su infancia durante el homenaje a las madres, puso sensible a la autora de sus días, gracias a la excelente recitación que hizo de la elegía de Salvador Díaz Mirón, “Mamá soy Paquito”, frente a una caja forrada en papel de china blanca, haciéndole brotar lagrimas de orgullo a ese tótem mexicano que denominamos mamá.

Inspirado por todo el aluvión de sentimientos se propuso ir a visitar a su sacrosanta madrecita; ya había estudiado la situación, se introduciría al costal de desperdicios de la cocina que es el único que nunca vacían, más si pican con un afilado trinche, pero bien valía la pena soportar unos piquetitos por ver a la cabecita de cebolla restirar sus arrugas al sonreírle y sentir sus roladas manos acariciar su espalda cuando lo abrazase.

Con tal motivación se animó a fugarse la noche del nueve de mayo, logrando salir ileso y caminar por las apenas transitadas calles rumbo al barrio de la Salud, donde se ubicaba el lastimero cuartucho de vecindad hogar de la venerable Jechu. La anciana lloró de gusto al ver a aquel hombre que llegó triunfante a entregarle mil quinientos pesos que juntó de su supuesto honorable empleo.

En la madrugada del once, sin hacer ruido abandonó la vecindad, no sin antes tomar la desinflada pelota que los inquietos chamacos dejaron abandonada por el patio; al presentarse a las puertas del presidio ante los celadores, cínicamente al entrar exclamó, “¡es que se nos fue la pelota, pus… me mandaron por ella!”

Por este hecho se aventó seis meses en la “Loba”, una celda sin luz ni agua potable que se encuentra tres metros bajo el nivel de la superficie, pero para el Cocaleca, el castigo valió la pena, pues a cambio pudo disfrutar un día con mamá. La última vez que supe de este singular personaje, fue un sábado de Gloria cuando financiado por cierto grupo, llevó al acto litúrgico el busto de Jesús Malverde a bendecir, y aprovechando la ignorancia del párroco, se ganó unos pesitos para sobrevivir en sus ya 84 años.

No hay comentarios: