sábado, 14 de enero de 2012

¡Feliz fin del mundo!

Cada fin de año es el mismo cuento repetido, la última noche del mes de diciembre la gente se propone para el año que se avecina hacer ejercicio, bajar de peso, dejar de fumar, cambiar de hábitos alimenticios, organizar el tiempo para estar más horas con sus seres queridos, etc.; pero probablemente para este 2012, algunas personas optarán por no plantearse tales propósitos, pues los más conscientes saben que de esas expectativas ni siquiera un ápice serán cumplidas, otros en cambio influenciados por los supuestos programas científicos que transmiten ciertas cadenas de televisión, donde pronostican el exterminio total de la humanidad con la llegada de grandes cataclismos por ahí del 21 de diciembre aproximadamente, prefirieron abstenerse, pues al fin de cuentas el mundo se va a acabar.

Digo, si te piensas poner a dieta para matarte de hambre, pues mejor no lo hagas de todos modos vas a morir, y qué mejor con barriga llena y corazón harto de colesterol, pero eso sí, feliz.

Motivado por la fatal sentencia de que la tierra tendrá su fecha de expiración según interpretaciones del calendario maya, he decidido cambiar mi celular por uno de esos que traen radio, esos que actualmente han hecho que la comunicación pierda el sentido de privacidad y discreción, pues según dicen la tecnología de éstos es tan potente que si te sepultan puedes realizar y recibir llamadas así te encuentres tres metros bajo tierra, entonces podré estar en contacto con mis allegados desde lo más recóndito del averno.

Es una pena que debido a este Apocalipsis Maya, no seremos testigos de las futuras maravillas tecnológicas, como los sistemas de identificación de voz para abrir puertas, encender luces o lograr que funcionen los electrodomésticos; nunca llegaremos a ser turistas interplanetarios, pues jamás viajaremos en los taxis espaciales para visitar la luna con sus atractivos turísticos, hospedarnos en sus lujosos hoteles, disfrutar del exquisito queso que ofrece este satélite natural de la Tierra en sus restaurantes -¿qué acaso no está hecha de queso, entonces por qué la habita un conejo?- y gastarnos el dinero en sus casinos.

No tendremos la dicha de ir a los parques con nuestras mascotas que seguramente serían híbridos de varias especies animales, gracias a la ingeniería genética. Igual no nos tocó dejar de respirar el smog, pues los coches ya no utilizarían gasolina, sino energía solar, incluso algunos hasta volarían; tampoco seremos testigos de la erradicación del concepto minusválido de nuestro vocabulario, debido a que la medicina y la robótica harían de aquellas personas lesionadas en accidentes o guerras unos cyborgs.

Lo siento también por las nuevas generaciones, que nunca verán concluida su etapa evolutiva, es decir, se perderán la dichosa experiencia de equivocarse más de un billón de veces para llegar a ser adultos; los bebés se ahorrarán cantidades estratosféricas de dinero en terapias psicológicas, pues nunca asistirán a las terribles guarderías y desaprovecharán de forma definitiva los traumas heredados por sus progenitores.

En lo personal, lo único que me pesa, es el haber invertido enormes sumas económicas en tratamientos capilares que conserven algo de cabello sobre mi mollera, si al fin de cuentas lo perderé; de la misma manera el nunca disfrutar de una relación íntima sin protección por el maldito virus de la duda o de procrear hijos no deseados. Lo bueno de llegar al fin del mundo es que pude conservar parte de mi dentadura, me libré de padecer alzhéimer, así como de utilizar pañal desechable de adulto y lo mejor, no llegué a ser un decrépito anciano cascarrabias, que se convirtiera en una pesada carga para mis familiares.

Más lo único que me preocupa es mi instinto de supervivencia, que me obliga a seguir el ejemplo de la película “2012”, para continuar con vida, pues estoy dispuesto a invertir mis ahorros en comprarme un helicóptero, y es tanto el entusiasmo que ya compré un ejemplar de “Manejo de Aeronaves para Dummies”.

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