miércoles, 22 de septiembre de 2010

Ruinas

A los visionarios de nuestra Alma Mater

Año 2150, planeta Tierra, bueno lo que apenas se conserva de ella; desde hace cuatro décadas el agua regresó a su lugar de origen, descubriendo así vestigios de civilizaciones antiguas, que los destellos rojizos emitidos por el casi marchito y desgastado astro Rey ha ido secando.

Debido a las altas temperaturas durante el día, el ritmo de vida de los sobrevivientes al holocausto ecológico se ha visto modificado, realizando sus actividades cotidianas durante el lapso de tiempo que dura la noche.

La forma de vida de los nuevos habitantes se desarrolla en tribus, las cuales constantemente se disputan de forma encarnizada las escazas porciones de tierra fértil; pese a la barbarie en que se desarrollan, existen algunos clanes que continúan depositando su confianza en la educación formal. Es precisamente en uno de ellos donde se desarrolla lo que a continuación se les relatará.

Colliman, año de la agricultura, en la zona oriente de esa población cierta gélida noche, un grupo de párvulos muy bien abrigados con pieles de cordero en compañía de su instructora, la anticuaria Maese Ñiuz, visitaban las ruinas de lo que parecía el acceso a un monumento. Tal construcción fue encontrada debido a un terrible accidente en donde al excavar un equipo de obreros de la industria minera habían perdido la vida, pero en su muerte descubrieron parte del legado que sus antepasados heredaron a las generaciones predecesoras.

Lo que más llamaba la atención de los jóvenes visitantes, eran las agrietadas rampas en forma elíptica que al avanzar por ellas los hacía cambiar de nivel hasta llegar a lo más alto del monumento, en cuya cúspide se encontraban siete enormes pilares carcomidos por el paso de las inclemencias del tiempo, y que seguramente en su esplendorosa época sostenían el gran ojo de concreto que se encontraba a unos cuantos metros de distancia partido en dos porciones.

Cuentan que en el interior de ese gigantesco ojo se encontraron cientos de amarillentos documentos, grabados con una extraña máquina que originaba cierto relieve y pequeñas perforaciones, en la que se conjuntaban símbolos a los que según dicen pertenecía el sistema métrico decimal de las antiguas civilizaciones, de igual forma algo parecido a la escritura de ellos y algunos dibujos.

La mentor utilizando un lenguaje coloquial explica a sus pequeños discípulos, la majestuosidad de sus antepasados, rescata en su discurso la importancia de que legados como el que tienen frente a ellos, fueron construidos para no olvidar que algún vez tuvimos momentos de gloria y civilidad, por lo tanto es necesario conservar tales hallazgos como parte de nuestro recuerdo, pues si recordamos lo que fuimos, es seguro que no se nos olvidara lo que somos.

Los niños y niñas ensanchan sus pupilas, pasan su vista por los mohosos mosaicos que forman parte de las desmochadas paredes que circundan las desquebrajadas rampas, en donde se pueden apreciar infinidad de jeroglíficos en forma de manos de todos tamaños, algunos con dibujos otros con símbolos. De acuerdo a la subjetividad de los infantes cada quien la da su propia interpretación, los optimistas dicen que se trata de saludos, mientras que los pesimistas opinan que es una advertencia, otros señalan que son solo muestras de agradecimiento a la vida.

La profesora percatándose de que ya es hora de volver, pues de un momento a otro el Sol saldrá y eso significa que tendrán que quedarse ahí durante el terrible día, les pide que en sus papiros tracen a carbón lo que más le haya gustado del lugar y que se lo muestren a sus padres al regreso, también les solicita que cuenten a los demás la importancia de lo que fueron testigos.

Unas horas antes de dormir en el interior de su tipis, Zenyace, una pequeña de ocho años, mientras su madre le acomoda el catre, decide enseñarle lo que dibujó en su excursión a las ruinas, la mujer sin comprender mira las letras que en antiguo castellano dice “Lo que fuimos, somos, hemos sido y seremos en un futuro”.

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