miércoles, 9 de enero de 2008

HIPOLITAS NOCTURNAS

Dedicado a “ella”, cuyo nombre prometí olvidar y
quizá en estos momentos se encuentre bailando
en el Tropicana o en el Conga Tijuana.


Un sin fin de historias envuelven a una ciudad que despierta cuando el sol se va a dormir; la noche con sus penumbras incita a la diversión, al asueto de un día de trabajo. Las calles duermen quietas, únicamente los autos pasan raudos y se perfilan rumbo a la sucia esquina de algún bar, en donde un luminoso letrero indica el sitio que es resguardado por una enorme puerta custodiada por un tipo de cara charrasqueda, centinela de la fortificación. Sitio catalogado por los moralistas como la fuente de vicios del hombre, pues según ellos ahí habitan la escoria de los placeres mundanos; mientras que para otros conserva el anhelado confort y alegría de la ciudad ebria de luces.

En su interior, el ambiente a media luz permite distinguir una serie de siluetas sin nombre, mascaras difíciles de reconocer a través de la atmósfera de misterio y curiosidad de los allí presentes que deambulan entre olores que combinan fragancias de licor efervescente, tabaco y perfume barato pero sofisticado.

Bajo las luces de neón se pasean como luciérnagas las musas semidesnudas que inspiran los deseos sexuales reprimidos de los espectadores que dan vida a la urbe sin sueño. Erguida como torre al centro del cabaret se encuentra la pista donde los sinuosos y voluptuosos cuerpos de las amazonas nocturnas bailan eróticamente al compás de las líricas que tanto odian; extraviadas en las coreografías del fango realizan hermosos movimientos de cadera que sin llevar el ritmo de la música dejan entrever poco a poco, cual capullo de seda, el escultural cuerpo.

El público expectante lanza gritos de júbilo por las prendas que caen y dejan ver cada uno de los ladrillos que construyen sus naturales y bien formados cuerpos; no como el de las Venus del bisturí que produce la meca del cine norteamericano.

Haciendo círculos alrededor de la pista se sitúan las mesas donde los clientes aburridos de la monotonía de sus vidas hogareñas consumen la miel del escorpión finamente embotellada, gozando en compañía de la mujer que da satisfacción a sus sueños de embriaguez. Compañía que se transforma en “amigos” de unos cuantos minutos, y después viene la soledad en la que se circunscribe la existencia de estas mujeres que por unos cuantos billetes permiten a éstos que posen sus torpes caricias, las cuales dejan un rastro de saliva en su delicada piel.

En sus cabezas además del tinte que cubre su cabello, también habitan sueños, uno de ellos es el de vivir siempre amarradas a la esclavitud de ser felices algún día y dejar la vida nómada que llevan; volver a dormir por las noches, cuidar de sus hijos, vástagos de aquella amistad que se convirtió en un amor del cual surgió el estigma del embarazo. Escozor que durante nueve meses fue haciendo de la fuente principal de remuneración económica un ablandabrevas, trayendo consigo días terribles de hambre.

Esquivan el futuro o la posibilidad de cuando el cuerpo pierda la macices y las arrugas adornen sus rostros, producto de las noches de desvelo; las obligue a buscar clientes bajo la penumbra de un farol de madrugada dentro de un olvidado jardín o en las afueras de un hotel de malamuerte, devaluando aquel cuerpo que en su plenitud se ofrecía al mejor postor.

Pero esas inquietudes son olvidadas noche tras noche, lo que importa es conseguir el alimento de mañana, razón de su noctívago trajinar, esperando terminar la ardua jornada de falso glamour, para regresar a sus casas como vampiras a dormir de día, unas veces solas otras acompañadas por alguien que les conmovió su duro corazón; quedándose el lugar tan silencioso como cementerio de pueblo, dando con ello a la lujuria un reviste de moralejas para los que ahí asistieron y un receso hasta la penumbra del día siguiente.

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